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En Cronología obras y autores México S. XVI-XIX
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Cronología de Obras y Autores de teatro mexicano
Siglos XVI al XIX.
Héctor Quiroga Pérez, investigación, compilación y notas.
Introducción
Una estructura básica
La presente cronología tiene por objeto ser el útil instrumento de consulta que, de la manera menos complicada, su lectura logre el interés de una de las más añejas tradiciones de los historiadores del Teatro en México. Ésta, la que refiere a la crónica del suceso del estreno de la obra dramática. La reseña otorgada al drama nos ubica, tanto como al espectador de entonces, en una postura crítica contingente que, como tal, se explica a sí misma a través de manifestarse neutral, positiva o contraria a la evolución del espectáculo escénico de autores nacionales.
Son autores de literatura dramática mexicana, por ejemplo, desde comienzos del siglo XX, los comediógrafos de temas románticos como Juan A. Mateos; los poetas líricos como Juan de Dios Peza; los creadores de monólogos para actrices nóveles como Virginia Fábregas; los tempranos libretistas de la zarzuela mexicana, y sainetistas como Eduardo Macedo; los autores de ópera como Melesio Morales, e incluso los traductores y arreglistas de obras extranjeras como Alberto Michel. El término autor nacional debe entenderse, todavía, para los creadores de obra dramática residentes en otros países, como Juan Ruiz de Alarcón, y los extranjeros radicados en México, paradójicamente, los frailes y bachilleres de los siglos XVI al XVIII.
El lapso temporal de esta cronología no incluye ninguna expresión dramática procedente de la época prehispánica, como pudieran ser las pantomimas de carácter mágico de los mayas, y de la misma región maya – quiché, el drama – ballet Rabinal Achí o El vencido de Rabinal, esto porque en Mesoamérica el Teatro ocupó una condición equiparable a la tragedia arcaica griega, al parecer en la forma que la conocemos a través La leyenda de Erígone atribuida a Tespis, un espectáculo mimético de canto y recitado, ilustrativo de las fiestas de su natal Icaria.
El cuerpo de notas de esta cronología ofrece un conocimiento básico sobre obras, autores y teatros de México, desde el año de 1533 hasta 1900. Esto, que en ocasiones aparece como una información que no cubre más que la mención de la fuente consultada, no necesariamente indica premura o superficialidad en la investigación documental de fuentes originales, en cambio debe significar el verdadero aliciente que mueva al estudioso lector y al incipiente investigador a indagar, de manera segura, más sobre la naturaleza del arte dramático circunscrito en estos cuatro períodos de tiempo, que van del siglo XVI al siglo XIX, en que la escena mexicana evoluciona no espontáneamente, como facultad privada del autor dramático, sino regida por los éxitos y fracasos que, ostensiblemente, primero le otorgó el escrutinio de los censores y segundo la opinión exigente del público de la capital mexicana.
Se ha seguido, en la mayor parte del siglo XIX, la magna obra Reseña Histórica del Teatro en México de Enrique de Olavarría y Ferrari (1841 – 1918) y, solo en comparativo, la interesante Historia del Teatro Principal de México del periodista y comediógrafo Manuel Mañón (1884 – 1942). La razón de preferir el trabajo de Olavarría y Ferrari, aún en las notas referentes de los estrenos del Teatro Principal, viene de que Mañón coincide contextualmente en los contenidos, y cuando surgen discrepancias en las fechas u otro dato, se ha tratado de señalarlo.
Un original problema de origen
Resulta de interés hallar en Olavarría y Ferrari el incentivo culto decimonónico que criticaba con acritud la irrupción de la zarzuela y los sainetes, así como las funciones de tandas, que en muy poco tiempo desplazaron en el Gran Teatro Nacional, en el Teatro Principal, y en la suma de los salones teatrales, a las compañías cómico – dramáticas españolas e hispano – mexicanas. El autor dice lo siguiente:
La sencilla e imparcial exposición de hechos contenidos en los últimos capítulos de este libro [2ª edic. 1895], acusa una innegable decadencia del gusto, de las aficiones y del elemento artístico de la Capital. Nada queda de cuanto hubo en otros días, ni siquiera la esperanza de una reacción saludable en lo referente a espectáculos públicos. El más alto de todos, el genuinamente dramático, dentro de nuestras costumbres y de nuestro idioma, casi no existe ya, pues no puede decirse que le mantenga el modesto Teatro de Hidalgo, que no cuenta con actores capaces de tan grande obra ni puede eximirse de dar la preferencia al género sensacional y burdo que más numeroso público le proporciona.[1]
Acerca del público, dividido en dos predilecciones, dice:
[…] la una: la de buen gusto, que sabiendo no ha de verse satisfecho, se aburre tranquilamente en su casa; y la otra, la de mal gusto o que carece de paladar artístico, que toma lo que se le da y llena los teatros por tandas y hace la fortuna de los Empresarios de zarzuela del género chico, flamenco, nutrido de majaderías poco decentes, de vulgares efectos gordos y de esos rebuscados retruécanos y gracias verdes que tanto halagan al depravado gusto. Este es el único espectáculo en auge actualmente en la Capital; pero en vano se buscará en él al público de aficiones sanas, a la sociedad que desea ser respetada y a los individuos educados e instruidos que van donde esa sociedad está.[2]
Y, en el último párrafo reitera: “Sentimos no poder cerrar nuestra laboriosa Reseña Histórica del Teatro en México, con más gratas noticias sobre los espectáculos públicos en principios de 1896, pero la imparcialidad a que hemos procurado sujetarnos no nos habría consentido decir cosa distinta”.[3] La amargura del criterio de Olavarría y Ferrari es comprensible, recuérdese que él, con Juan A. Mateos, con Vicente Riva Palacio e Ireneo Paz, iniciaron el movimiento literario “El Renacimiento”, nombre que procede de la revista El Renacimiento, fundada por Ignacio Manuel Altamirano en 1869, cuyo propósito era crear una literatura nacional.
Sobre esto, una literatura nacional, en el capítulo “El período intermedio y el retorno a las raíces”, en Vida y muerte del teatro náhuatl de la profesora María Sten,[4] se indica ya la dificultad de creación de un teatro mexicano, en autores como Alfredo Chavero o José Peón Contreras, cuyos esfuerzos por recrear la mitología prehispánica parecieron infructuosos en el desarrollo de entramados trágicos ni dramáticos, precisamente a causa de derivar temas claramente cristianos del mito arcano del panteón azteca. La profesora Sten dice del mundo indígena en la obra Xóchitl de Chavero: “Si hoy la obra nos parece una mezcla falsa de las dos religiones opuestas, no menos falsa le pareció al público y a don Victoriano Agüeros, destacado crítico contemporáneo del autor”.[5] La anécdota de Xóchitl, siguiendo a la profesora Sten, es como sigue:
En la enmarañada acción, en que luchan por el corazón de la sacerdotisa Xóchitl, el cristiano rey Quetzalcóatl y el caudillo azteca Huitzilopochtli, el primero, sin saber que es a él a quien ama Xóchitl, promete al segundo la mano de la bella doncella. Al conocer los verdaderos sentimientos de la doncella, decide desposarla. El padre de Xóchitl, Papantzin, y el sacerdote Huémac resuelven castigar a los dos: a la sacerdotisa que ha roto su castidad y al rey por haber ultrajado a los dioses. Ambos deciden embriagar con pulque al rey durante la boda para matarlo después, mientras duerma. El crimen lo va a ejecutar Huitzilopochtli, pero Xóchitl le arranca el puñal, amenazando con quitarse la vida. Conmovido por el dolor de su hija, Papantzin detiene a Huitzilopochtli. Este, al ver desvanecer su sueño de conquistar el trono, llama a sus tropas y ataca a los de Tollán. Quetzalcóatl el cristiano muere de la embriaguez pero, siguiendo al mismo tiempo las exigencias de la teogonía de los antiguos mexicanos, se transforma en la estrella de Oriente. A Huitzilopochtli, vencido, lo llevan al sacrificio (que debe, según el autor, ser hecho “de modo que el público se impresione, como si viera el sacrificio”). Papantzin, pagano, cae herido por una flecha azteca, pero antes como buen cristiano confiesa que su “fanatismo al rey causó la muerte”. En medio de los cadáveres de Papantzin y Huitzilopochtli aparece el espectro de Quetzalcóatl “con traje blanco y los brazos sobre el pecho sosteniendo una cruz”. Huémac se lanza contra él, pero espantado cae muerto. Quetzalcóatl se quita el copilli –la diadema, signo de su poder– y con las palabras “Tollan, la cruz te dejo” desaparece.[6]
V. Agüeros, citado en el trabajo de la profesora Sten, explica: “Ignorándose quién fue Quetzalcóatl, cómo vino a esta tierra (si vino), qué hizo, y cuáles fueron las causas que lo alejaron de nuestras costas, paréceme aventurado y peligroso urdir las fábulas en que de una manera tan notable se toque la historia de un pueblo antiquísimo”.[7]
Sobre “el reconstructor de un pasado indígena”, José Peón Contreras en sus Romances históricos, Ermilo Abreu Gómez critica: “La extraña moral de las tribus autóctonas permanece hermética ante sus ojos […] Vienen a ser, dichos romances, meras relaciones de aventuras indias escritas por un poeta extranjero”.[8]
La reconstrucción grotesca de un pasado ignoto, lejos de posibilitar una literatura nacional, a su vez dio lugar a la indiferencia por el mito, dejándolo intocado por ejemplo en El privado del virrey de Ignacio Rodríguez Galván, donde el protagonista es un indígena con dignidad, es decir un héroe cómico – dramático, el ciudadano del México independiente, intérprete consciente de su lugar en la sociedad colonial. La sensibilidad literaria decimonónica no derivó correctamente la mitología prehispánica; al contrario, hubo seguridad en el trazo del ciudadano popular y de su horizonte, cuyo itinerario desembocó en el temprano siglo XX en obras como La venganza de la gleba de Federico Gamboa, así como en la zarzuela de costumbres nacionales de autores como Rafael Medina y Humberto Galindo.
Sin duda, es ya tarde para emprender la creación de una literatura nacional, no en cambio para observar su evolución, no lineal sino con las bifurcaciones que se agregan en cada época, nutrida de los diversos autores, las escuelas dramáticas, las tendencias interpretativas, las inclinaciones del público, la opinión crítica del cronista, la interpretación académica, o los requerimientos culturales estatales.
Agradecimientos
Debo expresar mi gratitud a la biblioteca "Margarita Mendoza López", del CITRU y a la bibliotecaria de consulta, Leslie Zelaya Alger, cuya gentileza y entusiasmo me permitieron un acceso directo al acervo bibliográfico. Asimismo expresar mi gratitud a Alejandro Ortiz Bulle-Goyri que, en su revisión del primer apunte de este trabajo, estuvo de acuerdo con mi intención de culminarlo, en la forma de un texto de consulta.
Héctor Quiroga Pérez
Diciembre 10 de 1992
[1] Olavarría y Ferrari, Enrique de. Reseña histórica del teatro en México. 2ª ed. 4 vols. México. Casa Editorial, Imprenta y Litografía “La Europea”, 1895. p. 624.
[2] Ibidem, p. 625.
[3] Ibidem, p. 627.
[4] Sten, María, Vida y muerte del teatro náhuatl. Un Olimpo sin Prometeo. (Sep Setentas 120) México, SEP, 1974. p. 170 ss.
[5] Ibidem, p. 176.
[6] Ibidem, p. 174-175.
[7] Agüeros, V. Obras literaria. Biblioteca de Autores Mexicanos. México. Imprenta de V. Agüeros. 1897, 12, citado en el trabajo de la profesora Sten, p. 176.
[8] En el prólogo a La hija del rey de José Peón Contreras (México, UNAM, 1941) citado por Sten, p. 177.