El Día
Columna Se alza el telón
El apando, espectáculo autodestructivo
Malkah Rabell
Cuando en 1971 leí la novela, que tampoco es novela, de José Revueltas: El apando, antes de abrir el libro ya me estaba preguntando ¿Qué es apando? ¿Qué significa tan extraña palabra? Apando: suena a nombre propio, a nombre de persona, a mote. Pero no lo es. Tampoco es nombre de cosa, sustantivo, nombre común. ¿Tal vez un verbo? Apando, apandar, apandado, estar en una celda de castigo, entre monos velludos por dentro. ¡Si, debe ser esto! Es y no es. El apando de José Revueltas va más allá de todas las cárceles geométricas, abarca el mundo entero con todos sus monos velludos por dentro. Mono y mona, mono y mono, atrapados por la escuela zoológica en este mundo despiadado donde estamos de paso, en esta selva aullante y salvaje de cemento y soledad.
Ya través de las páginas de El apando oía la voz de Revueltas, su voz faulkneriana que volvía a ser la de Los muros de agua, salvaje desgarrada, desatada como una tormenta que destroza todo a su paso y rompe paredes y anega terrenos hostiles, ya alejada, como reñida con su voz "civilizada" de Dormir en tierra. ¿Cómo leer a Revueltas, o escuchar su texto en la pantalla o en el escenario de un teatro improvisado en una cervecería, y no pensar en el hombre? ¿Cómo separar al escritor del ser humano? Y sin embargo Apando nada tiene en común ni con sus preocupaciones políticas, tan hondamente permanentes en él, ni con sus inquietudes intelectuales. Y no obstante no se trata de prototipos, sino de seres individualizados, de carne y hueso, con sus rasgos característicos cada uno, captados sobre lo vivo, en torno, tanto en la cárcel donde se encontraba en el tiempo de escribir ese Apando, o en las múltiples cárceles por las cuales había transitado. Captados sobre lo vivo en una instantánea desgarradora, pero no sólo objetiva, sino subjetivamente.
Cómo pudo este escritor de sensibilidad casi enfermiza –o sin casi–, a flor de piel; este esteta refinado amante de las expresiones artísticas más complejas; este ideólogo permanente buceador en las aguas doctrinarias a la captura de una verdad humana más allá de los dogmas partidarios; este Cristo cien veces crucificado en la hoz y el martillo, cómo pudo llegar al fondo del abismo anímico de esos personajes que en la escala zoológica se alejan cada vez más del hombre hecho a la imagen de Dios y se acercan a grandes pasos al antepasado mono? Aunque ese antepasado nunca haya existido según las novedosas teorías de los sabios. Y los Albino y Polonio, y el Carajo, y hasta Meche, y la Chata, y hasta la madre –"mole de piedra apenas esculpida por el hacha y pedernal del periodo neolítico"– atestiguan su ascendencia.
No se trata de una novela, ni siquiera breve; tampoco de un cuento, ni siquiera largo. Se trata más bien de un poema –como toda la prosa de Revueltas– que en lugar del ritmo usaba el aullido y en lugar de la métrica inventaba sus peculiares, sus propios
signos de fuego. ¿Tema? Era apenas un episodio diario, un episodio dominguero de las cárceles mexicanas, donde reina una cierta antidisciplina, más primitiva y más familiar, y por lo mismo más humana que en las cárceles de países más desarrollados, o por lo menos lo Imaginamos así. Pero al asistir al espectáculo, al ver el texto de Revueltas, toda la imaginación acerca de una mejoría en nuestras prisiones se escapa... Es el infierno. Con razón Cristina michaus en su introducción del programa de mano asegura: "A los que busquen aquí el homenaje a Revueltas les enfriaremos el ánimo... Aquí apandados abrevamos en las lodozas aguas del desencanto..." Y la palabra, la expresión "desencanto" se hace casi absurda. Como si el infierno pudiera Desencantar. El infierno no sólo puede matar de espanto. Y la versión de Cristina michaus nos presenta un Apando hasta mucho más infernal que el de Revueltas. Desde luego nunca un hecho descrito provoca tanto desgarramiento, tanto pavor, como un hecho representado.
La droga, o el sexo, pero más que nada la droga dentro del cual el apandado logra vivir. Historia, que no es historia, de un tapón de gasa con la droga dentro, introducido en la cárcel durante la visita de los familiares de los domingos, escondido en lo más recóndito del viejo cuerpo de la madre, de esa "mater dolorosa bárbara" (como decía Revueltas), y que nunca llega a manos de quienes la esperaban con angustiosa añoranza... Espera que termina en una salvaje rebeldía de monos, en una geométrica batalla de tubos introducidos entre barrotes en un vano esfuerzo por escapar, por llamar la atención de los del otro lado con el grito de "Déjenos salir". Inútil, el más inútil de los gritos.
Los tres monos encerrados en el Apando, celda de castigo, están interpretados por tres jóvenes actores: Alejandro Reyes, Ramiro Huerta y Arturo Amaro, los tres ya no son principiantes. Cada uno de ellos tiene casi una década en el ambiente y en la realización teatral. Actor Alejandro Reyes; actor, bailarín, cantante, Ramiro Huerta y Arturo Amaro, productor y docente por más de 10 años. Sobre todo los dos primeros hacen uso de una dicción de mucha claridad y le dan vida a esos dos protagonistas terriblemente desagradables con una gran naturalidad. En cuanto a Arturo Amaro como el "Carajo", su dicción es menos clara y tal vez tendría que poner mayor cuidado a su pronunciación en el primer largo monólogo.
En cuanto a la dirección de Cristina michaus parecía tan excesivamente realista que hasta el olor asfixiante del Apando se nos antojaba que descendía del escenario. A ese tremendo realismo le faltaba la palabra subyugante de Revueltas, esa poesía fúnebre y desgarradora, pero indudablemente poesía del escritor en cuyo lenguaje resonaba quizá el acento más personal más fuerte de la literatura mexicana.