Rafael Solana

Rafael Solana y el teatro mexicano
(Introducción)

Jovita Millán

El presente texto, así como las críticas teatrales de Rafael Solana que el lector encontrará en este sitio web, fueron editados con anterioridad en: Crónicas Teatrales de Rafael Solana 1953-1992 / Mario Saavedra, comp., Jovita Millán, edit., México, CITRU-INBA, 2004, (Biblioteca Digital, 1).

El 27 de junio de 1953 en la ciudad de México circuló el primer número de la Revista Siempre! Al igual que su director, José Pagés, la plantilla de sus colaboradores provenía del semanario Hoy, cuyas filas habían abandonado en defensa del derecho a la libertad de prensa y de expresión. [1]

Junto a Rosa de Castro, Gerardo de Isobi, Francisco Martínez de la Vega, Antonio Arias Bernal, Antonio Rodríguez, Vicente Lombardo Toledano, Roberto Blanco Moheno, Nemesio García Naranjo, Renato Leduc, González Mariscal, Ortega Colunga, Luis Gutiérrez y González, Manuel Madrigal, Hugo A. Díaz y Salvador Zapata, se destacaba el nombre de Rafael Solana

Reconocido hombre de letras y crítico periodístico en nuestro país, Solana —viejo compañero de Pagés en aventuras editoriales— contó con su propio espacio en la revista. Su columna Espectáculos, se convirtió en la trinchera donde expresó su sentir y su pensar sobre el cine, la televisión, la ópera y el teatro mexicanos, labor que desempeñó durante los siguientes treinta y nueve años y que concluyó con su fallecimiento el 6 de septiembre de 1992.

Hijo del periodista y crítico taurino Rafael Solana “Verduguillo”, Rafael Solana Saucedo estaba destinado a escribir. Heredó de su padre el talento, el oficio y la disciplina requeridos para ejercer el periodismo, profesión que abrazó cuando apenas contaba con trece años de edad.

La huelga por la autonomía universitaria de 1929 y el cierre de las escuelas abrió la posibilidad. El entonces joven Solana, estudiante de secundaria, ingresó a las filas de El Gráfico. Ávido lector desde su infancia y versado en la literatura, contaba con el bagaje necesario para realizar la página infantil del periódico donde publicaba, semana a semana, reseñas sobre obras clásicas como Don Quijote de la Mancha.

Amante de la fiesta brava, conocedor del arte y la cultura inherentes a esta pasión y ocasionalmente torero aficionado, empezó a colaborar con crítica taurina en el periódico El Universal. Durante 50 años sin interrupción cultivó el género, incluso afirmó haber visto más de dos mil corridas.

Como estudiante disciplinado, después de cursar la preparatoria se inscribió en la Facultad de Derecho para estudiar Leyes y poco después en la de Filosofía y Letras donde estudió simultáneamente filosofía, literatura y actuación. Esta preparación desembocó en la publicación de su primer libro de poesía Ladera (1934) a los diecinueve años de edad.

Formo parte de la Generación Taller a la que pertenecieron los ahora célebres Efraín Huerta, Octavio Paz, Neftalí Beltrán, Efrén Hernández y José Alvarado quienes se pronunciaron contra los cánones esteticistas de la generación de los Contemporáneos y pugnaron por devolver a la poesía su vitalidad.

La denominación del grupo como la Generación Taller se basa en los nombres de las revistas donde dieron a conocer sus trabajos: Taller Poético (1936-1939) y Taller (1938-1941). Ambas fundadas por Solana, la primera con la colaboración de Alberto Álvarez Quintero y Efraín Huerta y la segunda con Octavio Paz.

Además de publicar sus propios trabajos, Paz y Solana abrieron las puertas de la revista a otros jóvenes talentos, tales fueron los casos de José Revueltas y Andrés Henestrosa, así como a los artistas españoles refugiados.

Autor de una obra vasta, que aguarda ser estudiada y valorada, Solana publicó otros libros de poesía: Los sonetos (1937), Los espejos falsarios (1944), Cinco veces el mismo soneto (1948), Alas (1958), Todos los secretos (1963), Pido la palabra (1944), Alas (1964) y Las estaciones y los sonetos (1988). También cultivó el ensayo, donde desplegó todo su talento, sensibilidad y conocimiento. “Garcilaso rodeado de sus palabras” (incluido en Tres ensayos de amistad lírica para Garcilaso con la colaboración de Jaime Torres Bodet y Alberto Álvarez Quintero), El crepúsculo de los dioses (1943), Leyendo a Loti (1959), Leyendo a Queiroz (1961) y Oyendo a Verdi (1962) se cuentan entre los más importantes.

Su tránsito por la narrativa dio como resultado ocho volúmenes de cuentos y siete novelas; destacan en el primer género La trompeta (1941), Con la música por dentro, libro que se hizo merecedor del premio Rueca al mejor libro de creación en 1943. Trata de muertos (1947) y El oficleido y otros cuentos (1960) y especialmente El sol de octubre, novela escrita en 1959 que lo colocó —afirma José Luis Martínez— en la cima de la literatura urbana al lado de Carlos Fuentes con La región más transparente (1958) y Luis Spota con Casi el paraíso (1956).

No obstante esta brillante trayectoria en el campo de la creación, Solana siempre ponderó su oficio de periodista: se ufanaba de haber escrito más de 17 mil artículos para la mayoría de las revistas y los periódicos del país. El Universal, El Gráfico, El Nacional, El Día, El Excélsior y El Heraldo de México se encuentran en la lista, así como las revistas Todo, Multitudes, Rotofoto, Hoy, Mañana, Claridades, México en el Arte (fundador y primer director), Letras de México (director) y desde luego Siempre! —entre otras—.

Su incursión en el teatro fue hacia 1952, a los 37 años, cuando había alcanzado la madurez que él consideraba necesaria para enfrentar al más difícil de los géneros, y tal como hiciera en el periodismo, llegó al oficio de dramaturgo para quedarse.

El arte escénico no le era del todo ajeno, por el contrario. Había desarrollado su afición al teatro desde que era niño, cuando de la mano de su padre asistía a los funciones dominicales del teatro Ideal y reseñaba las obras en su página infantil de El Gráfico, prefigurándose las dos grandes pasiones que cultivaría hasta el final de sus días: teatro y periodismo.

Privilegiando al teatro como proceso de creación por excelencia, Solana se ocupó de él desde varios frentes, como dramaturgo, empresario, funcionario público, representante de asociaciones teatrales y cronista.

Como dramaturgo dejó unas treinta obras, casi todas estrenadas; como empresario, queda para la historia la aventura que emprendiera con José Pagés en el teatro de La Comedia para representar en él las obras de autores nacionales y que, con ambos como empresarios, sólo sobreviviera una temporada; en su calidad de funcionario recordamos la excelente labor desempeñada como jefe de Publicidad y Teatro Foráneo del INBA. Ocupó también puestos importantes en varias organizaciones teatrales como la Federación de Uniones Teatrales, la Asociación Mexicana de Críticos de Teatro y Música, participando como fundador y presidente en varias de ellas; y queda también su frustrada incursión en la dirección escénica de un día, de su obra La Edad Media. “No lo vuelvo a hacer. Se necesita ser enérgico y déspota. El director y el político no deben hacer caso de nadie”[2]

Sin embargo es en su modalidad de cronista como más se le recuerda, especialmente por sus colaboraciones en la revista Siempre!, donde publicó alrededor de 1920 crónicas que conforman una de las fuentes documentales más importantes para la historia del teatro en México.

Tesón, rigor y entusiasmo fueron las características de estas colaboraciones en la que se registran casi todas las obras representadas entre 1953 y 1992 en los escenarios de nuestro país y que incluyen, también, las representadas en otros países, pues Solana no desaprovechaba ningún viaje, ya en calidad de funcionario o representante de asociaciones teatrales o por iniciativa personal, para dar cuenta del teatro que se realizaba en las ciudades teatrales del mundo como París y Nueva York. Disfrutaba plenamente el alto nivel del teatro en México comparado con el que se realizaba en esas ciudades.

Además del registro puntual de obras, varios fueron los temas sobre los que reflexionó. Así nos da cuenta de los diferentes movimientos teatrales, de las políticas culturales que afectaban o beneficiaban al teatro, realización de festivales, de muestras y concursos en el país, convocatorias, ediciones de textos teatrales, lecturas de obras, inauguración y cierres de salas teatrales, surgimiento de nuevos talentos, etcétera.

El papel que desempañaban o debían desempeñar el público, los empresarios, el Estado y sobre todo la crítica para fomentar el teatro en nuestro país era una de sus preocupaciones más constantes.

A partir de la consideración de que el crítico es el eslabón que une a los creadores teatrales con el público, Solana tenía muy claros sus conceptos sobre la función de la crítica y el perfil de quien la ejercía. Para él, la crítica “estaba obligada a informar con veracidad acerca de la calidad de los espectáculos. Debe decir la verdad sin ofender y sin lastimar e informar al público sin decepcionarlo o asustarlo”.[3]

Siguiendo este criterio, señalaba que la función propia de la crítica no debería reducirse al manejo de las categorías de ¡bueno y malo!, sino que tenía como obligación primaria la de “acercar al público a la creación artística”.[4]

Coherente con su propio perfil, afirmaba que para ejercer su oficio de la mejor manera posible, el crítico debía ser una persona de sólida cultura, poseer una honradez intachable y un criterio constructivo.

Dividía a los críticos teatrales en dos grupos: el de los bonachones que aprobaban, aplaudían y sonreían a todo y afirmaban que “todos estuvieron bien” y el grupo de los difíciles. Éstos se atrevían a expresar su insatisfacción, a señalar debilidades o errores, aunque de manera discreta y caballerosa, animados por un solo objetivo: el fortalecimiento y la depuración del teatro en México.

Definir los límites entre la cortesía y la sinceridad era uno de los más graves problemas de carácter ético que se le presentaban al crítico, pues por un lado estaba obligado a informar con veracidad a sus lectores sobre la calidad de los obstáculos y por otro, a corresponder a la invitación del empresario que lo invitó y no contribuir a hacer fracasar los esfuerzos invertidos en el montaje de la obra.

…A veces no es tan fácil. Y el cronista que quisiera ser correcto con la empresa cuya invitación aceptó, pero al mismo tiempo quisiera ser fiel con el lector que ha comprado el periódico, se ve en ciertos predicamentos, en algunas ocasiones, que de verdad, no le deseamos a nadie.[5]

Para evitar colocarse en esta situación, Solana solía comprar su propio boleto a fin de conservar su independencia y ejercer su derecho a escribir su opinión sin presión alguna y para cumplir cabalmente con el papel que correspondía a la crítica:

Un árbol naciente, como el del teatro mexicano, tiene que tener ramas torcidas, que la crítica debe podar inmediatamente; en algunos casos se requiere de energía, que es siempre saludable para el teatro en general, aunque por el momento deje adolorido y lleno de chichones a algún autor, o actor, o director, o lo que sea.[6]

El teatro mexicano encontró en Solana a su defensor más aguerrido. Orgulloso de su país, amante del teatro y siempre fiel a sus preceptos, pugnaba por el fortalecimiento de los valores permanentes inherentes a este arte. Para él, este teatro mexicano no se restringía a los autores nacionales, sino que comprendía a todos los creadores (directores, actores, escenógrafos, etcétera) sin importar su lugar de origen, pero enfatizando sus aportaciones para renovar, impulsar y revolucionar las puestas en escena de nuestro país.

Como crítico y dramaturgo, Rafael Solana se preocupaba constantemente por la situación de los autores nacionales. En sus crónicas, es notable su lucha por lograr que en los escenarios se montaran las obras de éstos para la instauración de un circuito de creación dinámico, pues —escribía recurrentemente— al ver representadas sus obras, se estimularía a los ingenios de este país a continuar escribiendo, lo que a largo plazo redundaría en un desarrollo significativo en número y calidad de las obras.

Esta defensa llegaba al grado de fustigar a los empresarios que optaban por la importación de obras, a quienes criticaba no su rechazo a las obras de autores nacionales, sino su ignorancia respecto de su existencia.

A través de su columna defendió toda propuesta que contribuyera a dar a conocer las obras de autor nacional. Así, respaldo la iniciativa de Ernesto P. Uruchurtu de que los teatros que se inauguraran en la ciudad de México lo hiciesen con una obra mexicana, o los esfuerzos de Rodolfo Usigli, Luis G. Basurto y Alfredo Robledo por la creación del llamado “Segundo frente del teatro mexicano”[7] que buscaba ganar lugar a las obras de autor extranjero, hasta lograr el dominio en la cartelera de autores nacionales.

A través de las crónicas de don Rafael es posible detectar las altas y bajas del teatro, de las que él estaba consciente. Su estado de ánimo oscilaba entre el pesimismo más profundo y el optimismo extremo.

El pesimismo lo agobiaba cuando en los escenarios predominaban las obras de autores extranjeros[8]_especialmente las de vodevil, no así las de grandes dramaturgos universales_, cuando el público no asistía a los teatros, cuando los empresarios no se interesaban por montar obras decorosas o cuando el Estado no se interesaba en impulsar al teatro e incluso instauraba políticas que llegaban a obstaculizar su desarrollo.

Por el contrario el optimismo lo inundaba cuando la obra de un autor nacional lograba éxito de público de dinero, cuando los actores embelesaban al público con su trabajo, cuando un escenógrafo lograba un trabajo extraordinario, cuando surgían nuevos grupos teatrales, cuando se inauguraban nuevas salas o se editaba algún nuevo libro de teatro.

Tenía un marcado interés porque nuestra ciudad se convirtiera en una gran capital teatral, pretensión avisada y viable, producto de incansables y frecuentes viajes a las principales capitales europeas. Empleaba como parámetros lo que en materia teatral sucedía en ellas y luego de hacer una comparación, proyectaba los alcances del teatro representado en México con resultados favorecedores —en la mayoría de las ocasiones— para nuestra producción nacional.

Desempeñar simultáneamente las actividades de cronista y dramaturgo —y a veces las de funcionario— no significó mayor problema para Solana, pues deslindaba los límites entre ellas.

Como dramaturgo, afirmaba: “uno puede decir de esto quedé más satisfecho que de aquello otro”, como crítico se declaraba no apto para establecer una perspectiva sobre el lugar que como autor ocupaba en el campo de la creación literaria, y depositaba esta responsabilidad en manos de sus colegas y del público. Así, en su crónica del 14 de mayo de 1983, a propósito del estreno de su obra Tres desenlaces escribió: “En cuanto a la pieza misma… preferimos que sean otros colegas o nuestros propios lectores quienes opinen. Nos remitimos a su juicio”. Se mantendría firme en esta posición a lo largo de toda su carrera, pues muchos años después declaró: “Yo hago lo que Basurto. Él fue autor y director pero nunca se dirigió a sí mismo. Yo soy autor y crítico, pero nunca me critico”.[9]

Esta neutralidad no significaba ceguera o falsa modestia, pues estaba consciente de que sus obras, por el sólo hecho de representarse debían ser reseñadas pues ocupaban un lugar en la cartelera e implicaban la participación de un grupo de artistas cuyo trabajo no debía ser ignorado.

Sólo quedaban las plumas (1953), Debiera haber obispas (1954, 1959), La ilustre cuna (1954, 1990), El Plan de Iguala (1955), La casa de la Santísima (1990), Espada de mano (1960), A su imagen y semejanza (1960), Vestida y alborotada (1966), Los lunes salchichas (1967, 1987), Pudo haber sucedido en Verona (1982), Tres desenlaces (1983) y Son pláticas de familia (1992) fueron las obras de su autoría reseñadas por él en su columna de Siempre! Quince referencias que comprendidas en el total de crónicas, apenas representan el 0.78 por ciento. Esto echa por tierra aquellas acusaciones que le hicieran sus detractores en el sentido de que abusaba de su posición de crítico para ensalzar sus propias obras.

Las aludo, ni modo, principalmente para enjuiciar a sus directores, escenógrafos e intérpretes. Tengo que citarlas porque han ocupado su puesto en las carteleras; pero jamás menciono mi propio nombre, ni hago de las piezas elogios que sé que no merecen. No las alabo nunca, aunque tampoco por falsa modestia finjo despreciarlas más de lo que realmente desprecio de algunas.10

Cuando en 1952 se estrenó su primera pieza, Las islas de oro, don Rafael se mostró agradecido por la gran acogida que la crítica le brindó en su debut como dramaturgo y le adjudicó el éxito de la obra a la labor de conjunto realizada por el director Luis G. Basurto, a los actores y a los críticos, quienes lejos de destruirlo, lo animaron a continuar con esta actividad.

El buen juicio que imperó en la Unión Nacional de Autores que escogió la obra para representarla en el teatro Colón, refutó el futuro que Solana le auguraba: “Las islas de oro, una comedia más, será olvidada pronto, habrá pasado a los archivos y antes de mucho nadie se acordará de ella”.[11] Por el contrario, impulsó una carrera que daría como resultado 29 obras más, entre ellas, la favorita del autor: Debiera haber obispas, escrita para María Teresa Montoya y que a la fecha —junto con Cada quien su vida, de Luis G. Basurto y El Extensionista, de Felipe Santander— es una de las obras más representadas de autor nacional y cuyo personaje central, Matea, se ha convertido en un reto a superar por todas las primeras actrices de nuestro país y aun del extranjero.

Estrenada en 1954, dirigida también por Basurto, el cronista se ocupó de la obra y comenta sobre el éxito de la Montoya. Al analizar la puesta en escena, hace referencia a “una aparición en escena mal preparada por el autor que impidió que se recibiese la actriz con una gran ovación”12 Destacó la excelencia del elenco y asumió las posibles deficiencias del texto.

Lo que para nosotros es ejemplo de creatividad y trabajo intenso, fue para varios de sus colegas motivo de críticas cuando en el marco del mes del teatro mexicano (septiembre) de 1960 se presentaron tres obras de su autoría: La casa de la Santísima, dirigida por Luis G. Basurto, Espada en mano, dirigida por Manolo Fábregas y A su imagen y semejanza, escrita para Nadia Haro Oliva. Esto colocó a Solana en una situación incómoda, se sentía como el cohetero, pues si por un lado pugnaba porque se montaran obras de autores nacionales y negaba las suyas para que se representaran, los enemigos del teatro mexicano podrían decir que no montaban obras mexicanas porque cuando las pedían se las negaban y si aceptaba la proposición no faltaría quien dijera que en lugar del mes del teatro mexicano sería el mes de tal autor y concluye: “Triste de mí, porque si fracaso, se van a alegrar mis enemigos, si no fracaso… se van a enfermar”.[13]

Contagiado por el optimismo respecto de la trayectoria seguida hasta entonces por la Compañía Nacional de Teatro, la puesta en escena de Pudo haber sucedido en Verona, fascinó a Solana, quien en su crónica del 10 de febrero de 1982 escribió que salió de esa representación “pisando algodones, como después de un gran concierto o de una gran tarde de toros”, ello gracias a las admirables actuaciones de todos los que en ella intervinieron, empezando por la dirección de Ignacio Sotelo, siguiendo con las actuaciones de Virginia Manzano, Yolanda Mérida, Augusto Benedico y Jorge Mateos y rematando con la escenografía de Marcela Zorrilla.

Para don Rafael, la emoción de una noche de estreno era similar a una tarde de toros, en que la sorpresa aguarda. En ese sentido se asumió como un aficionado al teatro coleccionista de estrenos, pues…

… Las noches inaugurales tienen un algo que no tienen todas las demás noches; ese señor que dice “yo voy pasadas unas semanas, cuando ya se la sepan y les salga bien”, no es un verdadero aficionado al teatro; ese señor podría esperar a que filmarán la obra y entonces, ya enlatada, no habría el peligro del menor tropiezo, todo estaría probado y garantizado. El teatro es otra cosa. Mucho más que la seguridad de una ya bien memorizada función vale la emoción del primer esfuerzo, del milagro de que salga bien, del desconsuelo de que salga mal; en una noche de estreno teatral vibra una emoción particular que recuerda las corridas de toros, cuando se abre la puerta del toril y nadie puede anticipar lo que va a ocurrir en los minutos siguientes: el triunfo, la bronca, o la sangre.[14]

A lo largo de su vida, Solana recibió muchos premios y homenajes, entre los que destacan el Premio Nacional de Ciencias y Artes (1986), el Premio Nacional de Crónica (1979), el Premio Especial de Periodismo (1981) y el Premio Nacional de Literatura y Lingüística (1988). 1992 fue un año especialmente prolífico en ellos. Recibió el reconocimiento de Maestro de maestros de la crónica taurina, la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística le otorgó la presea Benito Juárez. En el seno de la Asociación de Periodistas Teatrales recibió el premio Sergio Magaña y nueve distinciones por su obra Son pláticas de familia. El presidente de la República de entregó la medalla Mozart por su contribución al enriquecimiento a la música como crítico de la especialidad.

Estos reconocimientos motivaron al maestro a señalar que su próximo homenaje sería con flores y velas: el de su muerte; muerte que no logró parar su trabajo, pues fiel a su promesa, tres días después de su fallecimiento, la revista Siempre! Publicó su colaboración final.

Amante del teatro hasta sus últimos días, y con la certeza de que su vida llegaría pronto a su fin, en su colaboración del 25 de agosto publicó su reflexión sobre la muerte, una analogía entre la vida y el teatro, arte al que se entregó en cuerpo y alma:

… Me levantaré de mi asiento —el que me tocó ocupar en la vida y que nunca intenté dejar por buscarme otro mejor— satisfecho de haber disfrutado la función. No me desbarataré en la imploración de encore alguno, ni me aferraré a la butaca desde la que vi pasar la vida hasta esperar a ser violentamente expulsado de ella. Setenta y siete años ya fue mucho, y no espero llegar a otro cumpleaños. Tampoco seré de los ansiosos que dejan su sitio antes de que caiga el telón, como pretexto de evitar al tumulto de la salida, o las colas en el guadarropa o en el estacionamiento.

Con el deceso de Rafael Solana se cerró una etapa importante de la crítica teatral en México. Poseedor de una amplia cultura, ávido lector, prolífico creador, fue un hombre de letras, de toros, de ópera y principalmente de teatro. Su deseo de ser recordado como un “hombre que siempre luchó por las causas nobles como la educación del pueblo y el cultivo del arte, sobre todo del arte teatral”[15] será cumplido cabalmente, pues mientras su obra sea recordada como esas noches de estreno que reseñó, no habrá función de despedida. Seguirá en vivo a través de sus obras, vivo y vigente en nuestra memoria.



  [1] Para información más detallada, véase el número de la revista citado.

  [2]Fernando Figueroa, “Rafael Solana en la butaca del optimismo”. In Memoriam, El Nacional, México, 8 de septiembre, 1994, p.45.

  [3]Crónica en Siempre! del 18 de mayo de 1954.

  [4]Crónica en Siempre! del 31 de septiembre de 1958.

  [5]Crónica en Siempre! del 18 de mayo de 1954.

  [6]Crónica en Siempre! del 13 de febrero de 1954.

  [7]Crónica en Siempre! del 27 de junio de 1953.

  [8]Una constante de sus crónicas era la comparación de obras de autor nacional con las de autor extranjero en la cartelera teatral.

  [9]Fernando Figueroa, op. cit.

[10]Rafael Solana, Noches de estreno, México, Oasis, 1963.

[11]Discurso de Rafael Solana leído el 6 de diciembre de 1952 en la comida de aniversario de la Agrupación de Críticos Teatrales.

[12]Crónica en Siempre! del 8 de mayo de 1954.

[13]Crónica en Siempre! del 27 de septiembre de 1960.

[14]Crónica en Siempre! del 20 de julio de 1955.

[15]Boletín de prensa del INBA, 26 de diciembre de 1992.