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la fe y la tradición de su pueblo sin haberlo analizado críticamente de antemano”.

  Las troyanas se tiene, junto con Las bacantes, como la mejor de sus tragedias, y si esto no es verdad, al menos se puede afirmar que es la que está más cerca de nuestra realidad, de nuestro siglo. En ella se acumulan todas las desgracias de la guerra, es el aniquilamiento de un mundo por la mano del hombre, y las mujeres, que son repartidas a sus nuevos amos  -como una cierta Alemania- aunque fue primero agresora -que conocemos, no tienen ninguna esperanza, ni siquiera la de la muerte- [sic] a Hécuba no la dejan arrojarse al fuego de su ciudad para morir con ella; y así se oye el grito desesperado de la reina-esclava: “Tiembla la tierra, tiembla la tierra al desplomarse toda la ciudad”. ¿No ha sido también el grito de los judíos que vieron como otros hombres trataban de extinguir su raza? ¿No fue el grito deHiroshima? ¿No sería el grito desesperado de todos los hombres de la tierra al haber una nueva guerra?

 

  Todo esto es lo que nos hace sentir José Solé con la dirección de escena de Las troyanas, ya que a él no le preocupó la obra en cuanto a imitación de las escenificaciones antiguas, en cuanto a reproducción fiel de un espectáculo visual, sino que su principal objetivo fue dar a la obra la misma significación “moralista”, y crítica que tuvo cuando fue representada por primera vez en escena. Si en aquella época sirvió a Eurípides para denunciar la conducta vergonzosa que tuvieron los atenienses para con los habitantes de la isla de Melos (con el pretexto del relato de una historia legendaria de muchos siglos atrás) haciendover como la matanza en nada dignifica al que se ciñe la corona del triunfo, así José Solé, al dirigir y Julio Prieto al hacer la magnífica escenografía y el vestuario, se propusieron recordar (con el mismo pretexto de la Troya desaparecida) los campos de concentración de la pasada guerra, las ciudades devastadas por el hombre, y dar por ende a la obra la significación actualizada, que quiso dar Eurípides en su tiempo,

diorama

teatral

y que dio, atrayéndose más odios de los que hasta entonces tenía: los del propio pueblo ateniense, que se vio directamente enjuiciado, en un valeroso “yo acuso”.

 Mucho espacio requeriría hablar con detalle de los hallazgos de la puesta en escena, baste decir que pocas, muy pocas ocasiones, se tiene la oportunidad de ver una conjunción de elementos tan afortunada como la de esta representación.

 

 La mano de Solé se encuentra tras de cada hilo, y no obstante a cada actor, a cada actriz, se le advierte como un ser autónomo en plena libertad.

    Vemos así erguirse la figura

de Hécuba, encarnada de manera tan perfecta por la actriz, que se me enredan los nombres y se me antoja llamarla Hécuba Guilmain; no puede hablarse aquí de los matices de su voz, de sus gestos, o de sus movimientos, pues es rebajarla, fijar la atención en su técnica es olvidar su creación y si la técnica no es sino un medio para llegar a la creación, si se llegó a ésta, es que la técnica es perfecta, y quedarnos observando el medio con el que se obtuvo la creación, es olvidar lo primordial. En esta obra la Guilmain se fundió de tal modo con su personaje que no es posible separarla, para hablar de la actriz, pues

sería tanto como cortarle sus miembros al todo que es esta Hécuba Guilmain.

   Carmen Montejo personificó no sólo a Andrómaca, la púdica, esposa y amante madre, sino que su voz, al llorar la próxima muerte de su hijo Escamandrio, a quien los troyanos “Astianacte lo apodan, porque en su padre sellan la última esperanza para su salvación”, según dice La Ilíada, era -como ha dicho Novo- la voz de todas las madres y esposas de la Tierra. La emoción que produce es tan profunda, que su dolor se hace nuestro dolor.

   Beatriz Sheridan al encarnar a Casandra, aquella cuyas predicciones jamás eran creídas, demostró una vez más que es una actriz de gran altura. Hay que tener un equilibrio perfecto para poder representar la enajenación y el delirio y saberlos llevar hasta su clímax, y poder caminar hasta sus límites sin caer al abismo, ¡es tan fácil confundir la cima con la sima! Y la Sheridan se conserva siempre en la cima. Un personaje bello, representado con belleza.

 

   Claudio Brook al representar al Heraldo, lo mismo que Antonio Medellín al de Menelao, hicieron dos personificaciones de gran categoría. Mercedes Pascual y Patricia Morán encabezan el coro que simboliza al pueblo femenino de Troya, aunque en Eurípides, técnicamente hablando, el coro es más ornamental que necesario. Las actrices que lo forman, además de las dos mencionadas, son: Graciela Doring, Eugenia Ríos, Socorro Avelar, Alicia Quintos, Adriana Roel y otras seis más, quienes hacen un trabajo extraordinario, ya que Solé supo dar movimiento no sólo plástico, sino auditivo a ese coro, que es todo un conjunto sinfónico en cuanto a sonido y un cuerpo de ballet, en lo que a desplazamiento escénico se refiere.

   Enrique Lizalde, Georgina Barragán y Erna Marta Bauman -al encarnar a Poseidón, a Atenea y a Helena respectivamente-, completan el reparto. Ésta última es la segunda vez que interpreta el papel de Helena de Troya, ya que lo hizo por primera vez en la obra de Giraudoux: Un tigre a las puertas (La guerra de Troya no tendrá lugar) en julio de 1960, denotando cierto progreso en su actuación.

    Algo que no puede pasarse por alto es la traducción, más que excelente, del doctor Ángel María Garibay, que da al lenguaje una riqueza poética de gran pureza.