Tercer programa de Poesía en Voz Alta
Verdaderamente triunfal fue el estreno del tercer programa de Poesía en Voz Alta, ahora en el teatro Moderno(1); quienes manejan actualmente el teatro universitario aciertan en lo que eso debe ser: un espectáculo de la calidad más alta, de tal índole, que si no fuese la Universidad quien lo pusiera, no lo pondría nadie: hace 20 años, al iniciarse el teatro universitario, se intentaba solamente hacer surgir en la nueva generación interés por el teatro, que comercialmente no existía en México (recordamos representaciones de Anfitrión 38, Las troyanas, Los caciques, Peribáñez, Intriga y amor, Riders to the sea, La importancia de llamarse Ernesto, Entre los bastidores del alma, y muchas más; en Peribáñez era galán el hoy político y líder de los artistas Rodolfo Landa, y dama joven la hoy distinguidísima escritora, sólo de los argumentistas de cine ignorada, Carmen Toscano); pero ahora que ya hay en México teatro, la Universidad tiene que asumir la responsabilidad no de poner una obra más, sino de ampliar la cultura invadiendo algún terreno que estuviese virgen; hasta ahora los tres programas de Poesía en Voz Alta han estado atinadísimamente escogidos, en ese sentido.
El nuevo programa sólo tiene dos obras; La cena de Baltasar, auto sacramental de Calderón de la Barca, muy aburrido, y la recitación dramatizada (u orquestada y coreografiada, podría decirse también) de algunas páginas del El libro de buen amor, del Arcipreste de Hita; eso no es teatro; pero es poesía en voz alta, y muy hermosa.
Recientemente fuimos testigos de un esfuerzo por exhumar a Calderón, en Acolman, no del todo venturoso; esta vez, en un local de proporciones más humanas, con una escenografía simplísima de Juan Soriano (casi es la negación de la escenografía, ese cubo de cinco lados leonados), con hermosos trajes, con un movimiento escénico pausado, pero no paralítico, y con una buena dicción, se logra que el público soporte con valor la fatigosa pieza. Soriano se ha identificado en esta ocasión con las ideas escenográficas e indumentarias de la señora Suzanne Lalique, de la Comedia Francesa; ha evitado el abigarramiento, ha huído del glorioso technicolor de las películas orientales de miss Patricia Medina, y ha acariciado los ojos de los espectadores con la suavidad de los tonos grises o de color de avellana; sólo una nota roja (en La locandiera, el año pasado, en París, eran unas manzanas en un plato, en el segundo acto): el manto con que se disfraza la muerte para ir al festín. Juan Soriano no es solamente un pintor notable, el mejor de su generación, en México, sino también un lírico, un hombre muy inteligente y de vasta cultura moderna; su colaboración con el teatro universitario es de un valor inapreciable.
Pero no hablemos de Soriano, ni del director Héctor Mendoza, ni de los actores, con relación al auto sacramental, que sacaron con gran dignidad y altura, sino con motivo de su hazaña en la postura en escena de El libro del buen amor, que eso sí que fue heroico. Nada más lejos de la idea de lo que puede divertir a un público teatral que esos textos de cuaderna vía, con siete siglos a cuestas, arrancados del penumbroso amanecer del idioma; su ritmo es cansino, su rima, monótona, y la lengua, medieval, difícil de seguir; y como no son diálogos, sino relato lírico, parecía dificilísimo convertirlos de una lección en un espectáculo. La imaginación desenfrenada del director logró ese milagro.
Ciertamente Diego de Mesa y Héctor Mendoza escogieron con tino los pasajes a recitar; luego el escenógrafo los vistió graciosamente, disfrazando a los artistas de ficha de mah-jong; tal vez se preguntarán ustedes qué tiene que ver ese juego chino, que en nuestro país introdujo Esperanza Iris en 1922, con el mester de clerecía; sin embargo, por audaz que parezca la relación, el resultado es feliz; a fuerza de extraños y abstractos los trajes desaparecen de la vista y de la imaginación del espectador; y la misma persona, que así viene a quedar idealmente desnuda, puede hacer papeles diversos (de monje, de serrana, de pajecillo o de motilón); una ovación premió dueña chica, al diseñador de estos disfraces desde que se levantó el telón.
Héctor Mendoza, cuyos conocimientos contrapuntísticos ignorábamos, orquestó el Jesus Nazarenus Rex Judaeorum, inicial con la habilidad de un polifonista; también operatizó el episodio (el más conocido del libro) de "como dice Aristóteles", y el de las dueñas chicas los coreografió. En resumen, que durante los tres cuartos de hora que dura la lección, jamás se tiene ocasión de quitar los ojos de la escena ni de borrar de los labios la sonrisa; así de ágil, de ameno, de interesante, está aquéllo. El gran encanto de Tara Parra, de María Luisa Elío, de Pina Pellicer, y el talento de Carlos Fernández, y la gracia, la simpatía y la juventud de Juana de Saro, Juan José Gurrola y los otros artistas, todos en su sitio, perfectos, hacen del programa algo inolvidable, recomendable como de la más exquisita calidad y de la mayor importancia, como complemento de la cultura teatral (como base de ella, mejor dicho) que el público mexicano está rápidamente adquiriendo.
Dijimos ya, el año pasado, que el teatro malo (el vodevil, por ejemplo, o el astrakán) no es peor aquí que los géneros correspondientes en París, y que el teatro normal, comercial, medio, es mejor en México que en la capital de Francia; pero que nos faltaba algo maravilloso que allá tienen, que es la Comedia Francesa (en el Luxemburgo y el Richelieu); ahora parece que estamos en camino de tener, si el teatro universitario crece al paso que va, y sostiene temporadas permanentes (vale la pena de sostenerlas, cueste lo que cueste) un honroso equivalente de Comedia Francesa, un templo (sin mercaderes) que es a la vez un escuela, un lugar de instrucción que no por ello deja de ser de diversión, porque este "manicomio privado" del Arcipreste de Hita es mucho más divertido, aunque sea más culto, que otros manicomios privados que se miran en otros teatros.
1. El 30 de abril. Gaceta UNAM del 15 de abril de 1957, vol. IV, núm.15. P. 2.