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Pausa o transición (I de III)

Rodolfo Obregón

La acotación (pausa) dentro de un texto dramático implica un espacio de pensamiento, un cambio en la dirección de la trayectoria emotiva, una transición. En las escrituras de mayor cercanía al realismo, con su preponderancia de elementos psicológicos, los espacios mentales se convierten en un discurso tan importante o más (pensemos en Chejov o Pinter, por ejemplo) que aquel expresado por conducto de las palabras.

    Pero también en términos de aprehensión de una realidad saturada de cambios políticos, la pausa –o la transición– parece ser el signo por excelencia de nuestros tiempos.

    Entre las múltiples paradojas del teatro, salta a la vista su lentitud, su dificultad para asimilar los acontecimientos recientes, su naturaleza conservadora (“el teatro es el conservatorio de las formas del pasado”, aseguraba el director francés Antoine Vitez), siendo como es, por excelencia, un arte del presente (pensemos lo que significa hoy, para cualquier espectador del planeta, una alusión a la guerra o la destrucción; aun cuando haya sido escrita hace cientos o miles de años).

    Así como el espectador, guiado por los referentes de su realidad inmediata, puede de pronto dotar de sentido a hechos y palabras que se suceden plácidamente sobre un escenario, un golpe de la realidad puede volver anacrónico, de un día para otro, un espectáculo que se ha preparado durante meses.

    Así sucedió, durante el año 2000, a la puesta en escena de El atentado, de Jorge Ibargüengoitia, que con el sello de la Compañía Nacional de Teatro llevó a escena David Olguín.

    Resulta ejemplar observar cómo el asesinato de Luis Donaldo Colosio confirmó en la obra citada, la tesis usigliana del Teatro Antihistórico: “lo que importa no es la fecha del hecho, es el hecho, su incorporación a la sangre nacional, su trascendencia en ella”. Y observar cómo el resultado de las elecciones del 2000 sepultó el sentido mordaz del apretón de manos que la Iglesia y el Estado se dan, por debajo de la mesa, para concluir la obra.

 

    Vista unos días después del 2 de julio, la puesta en escena de la CNT pecaba de ingenuidad, pues mientras los personajes de ficción se estrechaban clandestinamente las manos, el entonces Presidente Electo agradecía su triunfo, frente a las cámaras, y en la Basílica.

    Por lo demás, la estética elegida por Olguín y su escenógrafo Gabriel Pascal debía mucho (Morelos y Felipe Ángeles asomaban la cabeza entre bambalinas) a una estética encumbrada por una institución cuyo objetivo primordial fue, durante décadas, la legitimación de un régimen nacionalista y revolucionario. A la mitad de aquel atentado –recuerdo muy bien–, uno pensaba: “La Historia los rebasó. En estos momentos, la única justificación para esta estética sería derrumbarla”.

    El ejemplo viene a cuento porque ilustra las dificultades con que topa el teatro para asumir y reflejar, sin menoscabo de su discurso crítico, los acontecimientos presentes.

    Por ello, tal vez sea demasiado pronto para intentar un análisis (que incluso en el periodismo se siente precipitado) de la manera en que la transición política mexicana ha afectado a la organización de la escena nacional y, sobre todo, la forma en que ésta responde con su intensificada visión desde los escenarios.

    Podemos, sin embargo (y así lo haremos), aprender de la experiencia ajena, de los cambios en el panorama teatral que en España, la América Latina post-dictaduras y en Europa Oriental, acompañaron los tiempos de transición. (Pausa).