La acotación (pausa) dentro de un texto dramático implica un espacio de pensamiento, un cambio en la dirección de la trayectoria emotiva, una transición. En las escrituras de mayor cercanía al realismo, con su preponderancia de elementos psicológicos, los espacios mentales se convierten en un discurso tan importante o más (pensemos en Chejov o Pinter, por ejemplo) que aquel expresado por conducto de las palabras.
Pero también en términos de aprehensión de una realidad saturada de cambios políticos, la pausa –o la transición– parece ser el signo por excelencia de nuestros tiempos.
Entre las múltiples paradojas del teatro, salta a la vista su lentitud, su dificultad para asimilar los acontecimientos recientes, su naturaleza conservadora (“el teatro es el conservatorio de las formas del pasado”, aseguraba el director francés Antoine Vitez), siendo como es, por excelencia, un arte del presente (pensemos lo que significa hoy, para cualquier espectador del planeta, una alusión a la guerra o la destrucción; aun cuando haya sido escrita hace cientos o miles de años).
Así como el espectador, guiado por los referentes de su realidad inmediata, puede de pronto dotar de sentido a hechos y palabras que se suceden plácidamente sobre un escenario, un golpe de la realidad puede volver anacrónico, de un día para otro, un espectáculo que se ha preparado durante meses.
Así sucedió, durante el año 2000, a la puesta en escena de El atentado, de Jorge Ibargüengoitia, que con el sello de la Compañía Nacional de Teatro llevó a escena David Olguín.
Resulta ejemplar observar cómo el asesinato de Luis Donaldo Colosio confirmó en la obra citada, la tesis usigliana del Teatro Antihistórico: “lo que importa no es la fecha del hecho, es el hecho, su incorporación a la sangre nacional, su trascendencia en ella”. Y observar cómo el resultado de las elecciones del 2000 sepultó el sentido mordaz del apretón de manos que la Iglesia y el Estado se dan, por debajo de la mesa, para concluir la obra.