Imposible hablar de Los tres sueños de Rosaura sin hacer referencia a la puesta en escena El veneno que duerme, de Ricardo Díaz, pues las semejanzas entre ambas rebasan con mucho la mera casualidad y plantean incluso un problema ético de la creación escénica.
Como en aquel trabajo (comentado con entusiasmo en Proceso 1267), el director francés Jean-Frédéric Chevallier parte aquí de una reelaboración deconstructiva de La vida es sueño, aunque en esta ocasión utilice, para enredar aún más la madeja, fragmentos de la versión que Pier Paolo Pasolini firmó como Calderón.
Al igual que su antecesor, el caballero Chevallier recurre a un espacio ligado a la difusión de la plástica (la Sala de Arte Público Siqueiros) y pretende explorarlo, a imagen y excesiva semejanza, a través del desplazamiento del espectador y la reordenación de sus puntos de vista de acuerdo con los múltiples ángulos que posibilita la galería.
Por si esto fuera poco, el lenguaje gestual manejado por el joven director y su elenco mexicano (en el que participan, además, tres actores ligados al trabajo de Díaz) pretende ser también un derivado del release, asentándose en la liberación de las tensiones y la estilización coreográfica.
Pese a ello, los resultados no podrían ser más disímbolos, pues a la claridad conceptual (que no facilidad) de El veneno… se opone en Los tres sueños de Rosaura, un abandono progresivo en la exploración del eje calderoniano del sueño e, impregnada de un cierto dogmatismo, la narración va resbalando hacia los planteamientos ideológicos sostenidos por Pasolini.
Este hecho pone en evidencia un problema mayor: la relectura del texto del poeta italiano a la luz de la situación actual del mundo, la inoperancia del modelo español (en vista del nivel de bienestar y formas de convivencia política que han alcanzado en ese país) como ejemplo de desigualdad y explotación, así como la crítica del marxismo en una época que ha sepultado su doctrina.