Al aludir, el año pasado (Proceso 1301), a un triple estreno brechtiano, debí posponer el comentario de Santa Juana de los mataderos, puesta en escena por Luis de Tavira que, en medio de la polémica, canceló sus presentaciones en los festivales Internacional Cervantino y Arte 01.
Una vez puesto a hablar de tan importante trabajo, no puedo omitir un comentario al respecto, pues el lamentable episodio sacó a la luz, una vez más, la falta de coherencia en que se lleva a cabo la creación teatral en nuestro país.
Evidentemente, un proyecto artístico y pedagógico de corte experimental, como el que Tavira desarrolla en el ex-molino de San Cayetano, no puede estar sujeto a rígidas calendarizaciones y depende por completo de la unidad de sus integrantes; pero una producción de la Compañía Nacional de Teatro (no importa cuán grande o corta sea la generosidad de sus recursos), con compromisos institucionales como el FIC, no puede depender de la salud física o mental de ninguno de sus participantes (en la ópera se trabaja con covers), ni siquiera –me atrevo a decirlo– del director.
Y ya que Santa Juana de los mataderos abre un ciclo propuesto por la Coordinación Nacional de Teatro del INBA, respecto a las relaciones entre el teatro y la sociedad, no está de más recordar la forma en que las condiciones de producción determinan la estética y la relación directa que se establece entre las prácticas específicas y la ética del oficio.
Una dificultad más para quien escribe la verdad
Lo que ciertamente no puede cuestionarse es el tino de la CNT para comenzar este ciclo justamente con Bertolt Brecht y, como lo señala Fernando de Ita en el Cuaderno del espectador dedicado a este montaje, la “pavorosa vigencia de la obra”.
En los tiempos de unilateralidad y ausencia de alternativas del “nuevo orden mundial”, la disección emprendida por Brecht –bajo su habitual disfraz alegórico– del sistema capitalista y sus interrelaciones con las estructuras religiosas, adquiere carácter de urgencia.
Pero, sobre todo, y a diferencia de la realidad europea donde el discurso brechtiano carece ya de sentido, en nuestras latitudes, el primer mandamiento de su teatro se hace indispensable: llamar a las cosas por su nombre, hacer uso de la verdad como algo práctico, concreto e irrefutable.