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XXII MUESTRA NACIONAL DE TEATRO (I)

Rodolfo Obregón

Desierta con motivo del día festivo, la ciudad de Guadalajara ofreció un respiro, a cuatro días de iniciada la XXII Muestra Nacional de Teatro, que estimula la reflexión.

    Como bien señala Eric Bentley, “los ojos se encuentran sujetos a esta paradoja fisiológica: si fijamos la mirada, dejamos de ver”. Al confrontar la propia mirada con los ojos distanciados de un visitante, el desfile del 20 de noviembre, que atravesó la Muestra, aparece como el contraste de una retórica nacionalista y revolucionaria, con los tiempos de la desilusión global.

    Lo mismo sucede con el teatro, donde se repiten acríticamente las fórmulas ensayadas en contextos novedosos y donde “el mensaje de la excesiva esperanza” (como apunta nuestro huésped y amigo Georges Banu), repetido rutinariamente, opaca la legítima esperanza en los hallazgos mínimos o las pequeñas revelaciones.

    Desgastados por el aislamiento, el encuentro nacional nos muestra casi los mismos rostros de una generación de teatreros que, a imagen y semejanza del Teatro Universitario de los setentas (un teatro “con alma”, según Fernando de Ita), produjeron algunos espacios de lucidez en los primeros años de la década pasada.

    La confusión de las rutinas con las instituciones, la costumbre con la tradición, hace que por vigésima segunda ocasión la esperanza se asiente en la generación espontánea, en la milagrosa aparición del soplo de vida, del aliento necesario para seguirse reuniendo.

    A más de sesenta años de expedido, no deja de doler el certero diagnóstico de don Rodolfo Usigli: “Con excepción del teatro autóctono y del teatro religioso, los movimientos teatrales de México se distinguen por una falta de tendencias y una penuria de finalidades. Hay individuos, pero no hay una sociedad teatral”.

 

    En los páramos yermos del teatro regional, donde obras tan endebles como El camino de los pasos peligrosos (que dirige Boris Schoemann) corren el riesgo de convertirse en referencias, despunta nuevamente la sombra protectora de Oscar Liera.

    Cobijados por su frescura, los teatreros del Noroeste han sido los únicos capaces de crear y sostener instituciones (por pequeñas que éstas sean) con o sin la ayuda de los gobiernos locales y los programas de cultura a nivel nacional, y articular un discurso dramático y escénico congruentes.

    No es casual entonces que Cartas al pie de un árbol, escrita y dirigida por Ángel Norzagaray (quien participa también en la resistencia contra la posible suspensión de los comodatos en los teatros del IMSS), haya sido hasta hoy la obra que, en el consenso de los especialistas, presente los más sólidos rasgos artísticos.

    Como no es casual, tampoco, que en la programación de esta Muestra Nacional se incluyan tres espectáculos sinaloenses: Los fantasmas de aserrín, dirigida por Rodolfo Arriaga con la célula madre del TATUAS; Muchacha del alma, puesta en escena por Alberto Solian; y Aplausos para Mariana, el debut como director de Arturo Díaz de Sandi, otro egresado del taller universitario.

    Bajo este ejemplo articulador de esfuerzos, los hacedores del teatro nacional tendrían que replantear su quehacer, consolidar sus propuestas, recuperar su alma. Sólo entonces reaparecerá el espíritu de intercambio y auténtica confrontación que originó la existencia de la Muestra Nacional de Teatro, “un acto –como lo indica Mauricio Jiménez en las escuetas páginas de la revista Espacio Escénico– que tiene, primero, una obligación de ser”.