Desierta con motivo del día festivo, la ciudad de Guadalajara ofreció un respiro, a cuatro días de iniciada la XXII Muestra Nacional de Teatro, que estimula la reflexión.
Como bien señala Eric Bentley, “los ojos se encuentran sujetos a esta paradoja fisiológica: si fijamos la mirada, dejamos de ver”. Al confrontar la propia mirada con los ojos distanciados de un visitante, el desfile del 20 de noviembre, que atravesó la Muestra, aparece como el contraste de una retórica nacionalista y revolucionaria, con los tiempos de la desilusión global.
Lo mismo sucede con el teatro, donde se repiten acríticamente las fórmulas ensayadas en contextos novedosos y donde “el mensaje de la excesiva esperanza” (como apunta nuestro huésped y amigo Georges Banu), repetido rutinariamente, opaca la legítima esperanza en los hallazgos mínimos o las pequeñas revelaciones.
Desgastados por el aislamiento, el encuentro nacional nos muestra casi los mismos rostros de una generación de teatreros que, a imagen y semejanza del Teatro Universitario de los setentas (un teatro “con alma”, según Fernando de Ita), produjeron algunos espacios de lucidez en los primeros años de la década pasada.
La confusión de las rutinas con las instituciones, la costumbre con la tradición, hace que por vigésima segunda ocasión la esperanza se asiente en la generación espontánea, en la milagrosa aparición del soplo de vida, del aliento necesario para seguirse reuniendo.
A más de sesenta años de expedido, no deja de doler el certero diagnóstico de don Rodolfo Usigli: “Con excepción del teatro autóctono y del teatro religioso, los movimientos teatrales de México se distinguen por una falta de tendencias y una penuria de finalidades. Hay individuos, pero no hay una sociedad teatral”.