China es, en la mentalidad occidental, el lugar de las parábolas; el sitio donde todo lo que es, es otra cosa; un rincón del mundo donde la frase más simple (“dice un adagio chino…”) revela una sabiduría ancestral.
Por ello, aquel imperio legendario ha servido siempre de disfraz para evidenciar otras realidades, para cobijar tras los lejanos ecos del gong y bajo los ropajes de seda, el misterioso atractivo del drama.
Baste citar como ejemplos La honesta persona de Se-chuan de Bertolt Brecht y, en nuestro propio terreno, una pequeña joya que hace pleno honor a su nombre: El tesoro perdido, de Jorge Ibargüengoitia.
En Zorros chinos, el más reciente estreno en la amplísima producción de Emilio Carballido, el contraste de un mundo plenamente identificable con la China de leyenda se plantea a través de una nueva variación en estos términos: la realidad y el mito conviven en el mismo espacio explícito, mas no en su implicación mental.
La presencia en el ámbito rural mexicano de una misteriosa fraternidad (los zorros), transportada por la Nao y dotada de poderes mágicos, sirve para denunciar la pérdida de identidad, de los valores propios (cultura, ecología, relaciones humanas) en quienes la reciben.
La riqueza, la sensibilidad y el refinamiento resultan entonces una extraña forma de vida que pone de manifiesto el habitual espacio de insatisfacción, de aspiraciones destrozadas por la penuria.
Como en otras obras del autor, el atractivo mayor de
Zorros chinos estriba en el diálogo idiosincrásico, en el oído del maestro; y como en tantas otras de sus obras, la fuga lírica y la fantasía deberían contrastar con la rispidez del contexto.