Para Javier
El medio teatral mexicano y la redacción de su historia suelen correr por cauces conocidos; basta con que alguien escriba, dirija, actúe o critique una obra que sea apreciada por la élite del gremio, para que éste lo inscriba per secula seculorum entre sus miembros distinguidos.
Del mismo modo, la mayoría de sus estudiosos se conforma con repetir o ampliar, en el mejor de los casos, una historia, un repertorio, un listado de hombres y mujeres de teatro, que a base de repeticiones acríticas han adquirido su carácter canónico, su condición de norma oficial.
Con la misma frecuencia con que pontifica a partir de la inmediatez o ensalza lo consabido (4 ediciones diferentes de las Obras completas de un mismo autor bastarían como ejemplo), el medio suele ignorar otros fenómenos que vivifican y ensanchan las fronteras de un oficio que debería ser, ante todo, eso: vitalidad y amplitud de horizontes.
Por ello, no es casual que muchos de estos fenómenos provengan de ámbitos ajenos al propio teatro, lo toquen tangencialmente o terminen por abandonarlo (Ibargüengoitia es en este caso el gran ejemplo).
El más reciente de estos personajes inquietos e inquietantes viene a ser Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio, escritor jalisciense que asentado en Querétaro arrasa a últimas fechas con cuanto premio de dramaturgia se otorga en nuestra República de las Letras.
Ganador en el 2000 del Premio Nacional Manuel Herrera Castañeda, Luis Enrique se vio obligado a renunciar ese año al Premio Mexicali, pues éste había sido otorgado a la misma obra: Los restos de la tangerina o el extraño caso del Bebé Terrazas.
Poco tiempo después, el prolífico autor ganó el Premio Iberoamericano convocado por el Gobierno de Yucatán con la obra
Sólo un día de trabajo, y, nuevamente, la edición 2001 del premio Manuel Herrera que otorga el gobierno queretano, con su
Diatriba rústica para faraones muertos.