Las barreras interiores
(…) Inmerso en el territorio lingüístico del español, el teatro mexicano lucha también con la estandarización internacional que lo clasifica como Teatro Latinoamericano. Como he sugerido, el mestizaje ha determinado múltiples formas de asimilar la lengua. La historia y las experiencias particulares han condicionado los diferentes grados de introspección de un mismo diccionario.
Por ello, mientras la gran poesía y la narrativa hispanoamericanas reunifican el espíritu de una identidad común, el teatro (y no sólo el drama), que trabaja con las formas del habla características de cada región y las connotaciones emocionales del gesto y las palabras, establece nuestras diferencias.
La preponderancia del realismo durante la centuria pasada (la definitiva para todas las literaturas independientes) y, en años recientes, el uso y abuso del habla y la gestual cotidianas, han profundizado la distancia.
Siendo esto cierto, también lo es el lugar común: la única posibilidad de ser universales consiste en calar profundo en lo local. El hecho de que las palabras y los gestos puedan ser comprendidos en muy diferentes regiones puede confundirse con la idea de un interés general. Es ésta la desgracia del desenraizado teatro “internacional”.
En lo que respecta al contexto latinoamericano, quizás deberíamos reconocer que nuestros dramaturgos y directores, con alguna obvia excepción, no han logrado convertir aún la esencia local en una auténtica cosmología; como sí lo han hecho nuestros poetas y novelistas.
En la discontinua tradición dramática de España, tales fueron los casos de Federico García Lorca y de Ramón del Valle-Inclán. En este último se da además una práctica sin antecedentes ni continuadores: la creación de un lenguaje absolutamente original, pleno de efectos teatrales y estremecedora sonoridad, que permite incorporar expresiones y palabras de su Galicia natal, México o Cuba, así como vocablos tomados del francés, italiano, portugués e, incluso, arcaísmos y neologismos.