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EJERCICIOS ACTORALES

Rodolfo Obregón

Durante todo el siglo XX, el desarrollo del arte del actor estuvo profundamente relacionado con la noción del “teatro íntimo”. El crítico francés Jean-Pierre Sarrazac ha dedicado un exhaustivo estudio a este fenómeno que toma su nombre del espacio en que August Strindberg pudiera verificar, a partir de 1907, sus experimentos dramáticos gracias a la ayuda de su paisano August Falck.

    Inspirado a su vez en los teatros experimentales de París, el laboratorio, que en sus tres primeros años produjera 24 obras del dramaturgo sueco, se basaba en la convicción de que los cambios y las aportaciones radicales en materia artística no pueden suceder de cara a los públicos amplios.

    El fenómeno teatral producido en estos espacios pequeños, en las covachas y sótanos del “gran teatro”, rebasó con creces el ámbito de lo dramático, el territorio de lo escrito, y promovió la innovación en términos de la estética de la puesta en escena y, primordialmente, de la actoralidad.

    El “teatro íntimo”, que constituyó el cimiento progresista en la obra de tantos autores dramáticos, se convirtió durante la segunda mitad del siglo en el laboratorio de las nuevas formas escénicas, en la capilla que logró mantener con vida el espíritu de la representación, que refundó una y otra vez la ética de una expresión artística cuyos linderos suelen confundirse con el espectáculo, con el producto de consumo para una masa ansiosa de distracciones.

    Nuestro país no ha sido la excepción a este respecto; los grandes movimientos renovadores, como el Teatro de Orientación y Poesía en Voz Alta, se llevaron a cabo en espacios íntimos y cuando quedaron al arbitrio del gran público se diluyeron o perdieron su razón de ser.

    A últimas fechas, el término reserva una nueva acepción. Ya no el lugar de experimentación donde el teatro se renueva, sino las catacumbas donde a duras penas sobrevive. Desaparecido o casi de los grandes escenarios, el arte del actor se ejercita con mayor o menor éxito en estos pequeños espacios.

 

    Tal es el caso del Foro de la Casa del Teatro que, después de varias escenificaciones basadas en el desempeño actoral (Escenas de un matrimonio, La edad de la ciruela, Hace ya tanto tiempo), se afirma como un importante espacio dedicado a esta clase de ejercicios. Como tal debe ser vista su más reciente producción, Háblame como la lluvia y déjame escuchar.

    Como tal, pues de otra manera no podría entenderse la elección de una obra de Tennessee Williams que, a pesar del extraño texto que acompaña al programa de mano, responde a una fórmula explotada desde hace cincuenta años (destrucción del ámbito personal como reflejo del deterioro de mundo exterior) para mostrar el desencanto del sueño americano; cuyo desigual lirismo hoy día colinda peligrosamente con la auto-justificación.

    Si no es como apoyo para la construcción interna de los personajes, tampoco podría entenderse la habitual estética realista de cuchitril y lluvia que escurre por la ventana que se repite en la escenificación de Rogelio Luévano.

    Con una brillante trayectoria pedagógica, Luévano es un apasionado observador del sutil proceso físico-anímico-mental que se lleva a cabo en el cuerpo del actor y a él consagra toda su sensibilidad y su energía. El tiempo estancado de su dirección obedece tanto al tiempo implícito en el naufragio de estos dos seres como a la oportunidad que brinda a sus actores para hundirse en ellos.

    Actriz decidida y arriesgada, Tony Marcín cumple el ejercicio con cabal honestidad; mas su esfuerzo se ve condenado al fracaso pues topa de frente con la inmutable rigidez de Rodrigo Oviedo, quien, amén de una muy defectuosa articulación verbal, jamás alcanza lo que el propio Luévano define como el punto donde el personaje logra afectar el universo sensible del actor.

    Háblame como la lluvia… comprueba la enorme dificultad con que se las ve un director para entonar un elenco de dos; un síntoma contundente de la futilidad de hacer teatro sin actores.