Durante todo el siglo XX, el desarrollo del arte del actor estuvo profundamente relacionado con la noción del “teatro íntimo”. El crítico francés Jean-Pierre Sarrazac ha dedicado un exhaustivo estudio a este fenómeno que toma su nombre del espacio en que August Strindberg pudiera verificar, a partir de 1907, sus experimentos dramáticos gracias a la ayuda de su paisano August Falck.
Inspirado a su vez en los teatros experimentales de París, el laboratorio, que en sus tres primeros años produjera 24 obras del dramaturgo sueco, se basaba en la convicción de que los cambios y las aportaciones radicales en materia artística no pueden suceder de cara a los públicos amplios.
El fenómeno teatral producido en estos espacios pequeños, en las covachas y sótanos del “gran teatro”, rebasó con creces el ámbito de lo dramático, el territorio de lo escrito, y promovió la innovación en términos de la estética de la puesta en escena y, primordialmente, de la actoralidad.
El “teatro íntimo”, que constituyó el cimiento progresista en la obra de tantos autores dramáticos, se convirtió durante la segunda mitad del siglo en el laboratorio de las nuevas formas escénicas, en la capilla que logró mantener con vida el espíritu de la representación, que refundó una y otra vez la ética de una expresión artística cuyos linderos suelen confundirse con el espectáculo, con el producto de consumo para una masa ansiosa de distracciones.
Nuestro país no ha sido la excepción a este respecto; los grandes movimientos renovadores, como el Teatro de Orientación y Poesía en Voz Alta, se llevaron a cabo en espacios íntimos y cuando quedaron al arbitrio del gran público se diluyeron o perdieron su razón de ser.
A últimas fechas, el término reserva una nueva acepción. Ya no el lugar de experimentación donde el teatro se renueva, sino las catacumbas donde a duras penas sobrevive. Desaparecido o casi de los grandes escenarios, el arte del actor se ejercita con mayor o menor éxito en estos pequeños espacios.