Sin muestras de imaginación, la puesta en escena se limita a ilustrar mecánicamente las situaciones descritas en el papel, desperdiciando incluso el momento de mayor dramatismo, como lo es el soliloquio de Bartolomé de las Casas, al utilizar el convencionalísimo recurso de la voz grabada.
Presos en la esquemática rigidez del diseño escénico, los actores (Marco Antonio García, Erando González, Farnesio de Bernal y Rubén Cristiany, entre otros) no logran humanizar un conflicto cuyo interés se da por sentado y cuyos términos no pueden ser hoy los mismos que hace quinientos años.
En una desafortunadísima frase contenida en el programa de mano, que ejemplifica claramente el racismo de buen corazón que campea entre los simpatizantes del zapatismo, la directora señala: “Hoy en día, ya sin la argumentación religiosa, se mantiene vigente el cuestionamiento sobre si los indígenas son realmente nuestros semejantes o no (…)”
Por supuesto que la discusión no puede estar ahí. Ni en las envejecidas argumentaciones de Ginés de Sepúlveda. A estas alturas, sólo nuestro Secretario del Trabajo puede tomar en serio la idea de un orden natural que coloca al marido por encima de la mujer. Y el teatro no necesita desmentirlo; para eso están los desplegados en los periódicos.
Inmerso en sus propias circunstancias, Jean Claude Carrière, el guionista de Buñuel y dramaturgo de cabecera de Peter Brook, utiliza la argumentación histórica para preparar su propio toro y clavar una puya en los lomos del colonialismo francés.
La versión mexicana no consigue enfocar su propio objetivo, haciendo evidente otro problema
a la mode: el escepticismo con que se reciben desde este Nuevo Mundo, a pesar de su buena intención, los mensajes incluyentes formulados en el seno de las culturas dominantes.