La entrega del Premio Taormina 2000 resulta sintomática respecto a los últimos derroteros del teatro del siglo que se ha ido. El prestigiado reconocimiento fue otorgado (hace ya algunos meses) en presencia del jerarca y figura central de la escena en la segunda mitad de la centuria: Peter Brook.
Ganador de una de las primeras ediciones del Nobel de las artes escénicas, Brook regresó a la deslumbrante ciudad siciliana con su hasta entonces último espectáculo, Le costume, y como sujeto de estudio del coloquio “Brook y África” organizado por su más brillante exégeta, Georges Banu.
La presencia del sabio patriarca daba realce a una edición altamente significativa y servía para tender un puente entre las últimas teatralidades del siglo XX y aquellas que habrán de conferir un rostro al teatro por venir.
Independientemente de sus claros méritos artísticos, la adjudicación del premio principal al director ruso Lev Dodine tiene un obvio valor compensatorio: el reconocimiento de aquello que la historia arrancó al teatro en los países del otrora bloque socialista.
La dolorosa lucha en busca de la nueva función social del teatro, en estos países de fortísimas tradiciones (excepción hecha de Lituania cuyas compañías siguen admirando al mundo –Proceso 1211), queda claramente resumida en el título del último número de la revista belga Alternatives théâtrales: “La Europa Des-Orientada”.
La entrega ex aequo del premio para revelaciones “Europa-Nuevas realidades teatrales” a Thomas Ostermeier, el Theatergroup Hollandia y la Societas Raffaello Sanzio, plantea igualmente algunas características del teatro que comienza a llenar el hueco producido por la desaparición o el agotamiento de los grandes maestros y de aquellos creadores cuyas estéticas se forjaron a la par de la rica experimentación y la revuelta contracultural de los años setenta (Kantor, Strehler, Müller, Barba, Mnouchkine, Stein y compañía).