Junto a la rica tradición dramatúrgica irlandesa, a la que recién hemos aludido en esta columna, existe en la actualidad una lamentable tendencia a explotar sentimentalmente el doloroso pasado de una nación que, por el contrario, ha dejado atrás aquellos tiempos y, hoy día, se presenta al mundo como ejemplo cuasi milagroso de transformación económica y social.
Uno de los grandes éxitos del west-end londinense, en estos momentos, es justamente la comedia irlandesa Stones in his pockets, sobre las tragicómicas vicisitudes de un grupo de campesinos locales contratados como extras en una opulenta producción cinematográfica norteamericana.
Amén de su impecable factura y eficientísima actoralidad (dos únicos actores representan docenas de personajes), aquel espectáculo plantea un agudo problema ético: durante la escena climática, cuando los extras se ven obligados a bailar alegremente e impedidos de asistir al sepelio de un paisano humillado que (como indica el título) llenó sus bolsillos de piedras para hundirse en el mar, el público que abarrota la sala irrumpe con un estruendoso y feliz aplauso.
La respuesta no sorprende. El espectáculo (concebido y realizado por un equipo irlandés) está hecho para eso y comprueba la cómoda y dolosa abulia que suele acompañar a la bonanza.
En la misma tendencia oportunista, que saca provecho -a toro pasado- de la observación de las miserias vividas por un pueblo admirable, se coloca la obra de Martin McDonagh, La reina de Leenane, que, bajo la dirección de Ionna Weissberg, realiza temporada de fines de semana en el Teatro Helénico.
En esta pieza, acerca de la opresión que una madre ejerce sobre su hija solterona, el chantaje sentimental, el regodeo en los estereotipos de conducta de los irlandeses, se vuelven tanto más burdos y evidentes conforme las circunstancias se desfasan del marco de la realidad contemporánea y su problema se concentra en la pérdida de la virginidad de la protagonista.