La muy ancha bocaescena de la sede del Teatro Nacional irlandés ofrece un espacio enorme que los actores deben atravesar utilizando una gran energía acorde a las proporciones épicas de las “comedias”, pero que termina diluyendo el trazo escénico por la falta de una clara delimitación espacial.
Sin embargo, la parte más atractiva en una puesta en escena de radicales altibajos, la constituyen algunas reveladoras acciones y relaciones corporales entre los personajes (como la mujer del Sacristán que pretende corroborar la virginidad de Sabelita con los dedos), que sacan a la luz la violencia (en clara simetría con la intencionada provocación verbal), el patetismo, el macabro humor, el descarnado erotismo y el afán profanatorio, contenidos en las obras de “Don Ramón barbas de chivo”; al punto que su estreno desató una fuerte polémica pública y algunos amagos de censura en la católica Irlanda.
Acostumbrados al realismo imperante, los actores del Abbey dan la batalla por alcanzar las atávicas oscuridades de los personajes, una profundidad que obligó, ni más ni menos que a Ingmar Bergman (quien había escenificado ya Divinas palabras), a abandonar la realización teatral de Romance de lobos.
Sin embargo, y como corresponde a la tradición actoral inglesa, el elenco entero lleva a cabo un gran trabajo de interpretación verbal. Algunos actores abren la boca y el teatro existe. Entre ellos sobresalen Mark Lambert, en el exhaustivo protagónico del “viejo linajero”; Joan O’Hara, con su imagen de auténtica Dolorosa perfectamente acorde a la Doña María; y Cathy White, la Pichona, una actriz de enorme fuerza emotiva y extraordinario manejo verbal y corporal.
Pese a las irregularidades de la puesta en escena y la inevitable pérdida de sonoridad en la traducción (una dimensión tan importante en este caso), las obras del dramaturgo gallego salen a flote como una clara muestra de su poderío, su sentido de transgresión, y de la profunda capacidad del teatro para provocar en el espectador una conmoción metafísica.
Hacia el final de la trilogía, don Juan Manuel Montenegro, despojado por sus hijos, sus lobos, yace desnudo al centro de uno de los más importantes escenarios del teatro escrito en inglés. La imagen no puede ser más elocuente; la fuerza con que combate al orden del universo, comprueba el aserto: don Ramón del Valle-Inclán es el Shakespeare de nuestra lengua.