No me atrevería a publicar un título semejante, si el Gobierno del Distrito Federal no hubiera añadido a la horrible costumbre del FONCA de publicar carteleras llenas de asteriscos para señalar a sus beneficiarios, la idea de adornar sus anuncios en la cartelera PROTEA con el lema publicitario de la administración en turno.
Autoproclamados herederos legítimos de los ideales de la Revolución, los responsables de la política cultural del D.F. practican un vasconcelismo a ultranza (y con algunos años de retraso) en lo que a producción y difusión del teatro se refiere. Acompañada por un excéntrico concurso de “Teatro Trágico Griego”, presentan actualmente, en las cuasi ruinosas instalaciones del Teatro Benito Juárez, su segunda y trágica producción: Las Bacantes de Eurípides, bajo la dirección arqueológica de José Luis Cruz.
Por supuesto, nadie podría poner en duda la riqueza de semejante “manjar de los dioses”; pero, como nos lo enseñaron las geniales escenificaciones de Peter Stein, el teatro debe ser el fruto de contextos sociales bien determinados y la obra no es un valor absoluto establecido a priori y desligado del tiempo de su lectura o realización. Resulta curioso, en este tenor, que los neovasconcelistas hayan eliminado de sus programas a Aristófanes (¿cura en salud?), al cual puede accederse de un modo mucho más directo a través de los arquetipos mentales del espectador de nuestro tiempo.
Sin embargo, los realizadores de Las Bacantes parecen haber ignorado por completo la necesidad de establecer referentes que permitan, sin necesidad de recurrir a ilustraciones inmediatas o a cambios obvios de vestimenta, una lectura del poderoso ritual de muerte y renovación contenido en el texto de Eurípides, una aproximación a la sobrecogedora mezcla de misticismo y sensualidad asociada a la presencia de Dionisos.
Con sólo cruzar el Paseo de la Reforma, el espectador capitalino puede presenciar escenas insospechadas de alegría y terror, locura y frenesí, que caracterizan a esta deidad bisexual y que hacen parecer a la pudorosa y decorativa coreografía de José Luis Cruz como un arcaico ceremonial, desprovisto de sentido e incapaz de insuflar en quien lo presencia el menor entusiasmo.