Otra lamentable desaparición, la de Alejandro Reyes, estuvo ligada a uno de los espectáculos más significativos de la década: Carta al artista adolescente (1994), de Joyce-Moncada y Martín Acosta, subrayó la emancipación del discurso escénico respecto al texto dramático y la predilección por el tono íntimo y los formatos pequeños.
Obligados por las condiciones en que se realiza el teatro fuera del DF, más que como resultado de una elección especial, pero ahí sí con sentido de grupo, algunos de los momentos sensibles más significativos de estos años sucedieron, respectivamente, en Monterrey, Morelia, Xalapa, San Luis Potosí y Guadalajara.
Niño y Bandido (1991), de Gabriel Contreras y Jorge A. Vargas, nos iluminó con sus encantadoras metáforas de lo mexicano y el rigor de un teatro concebido como deslumbrante construcción corporal.
Una tal Raymunda (1991), de Delfina Careaga y Fernando Ortiz, permanece acaso como la mejor traducción escénica del universo rulfiano.
Gucha’chi (1991), de Abraham Oceransky, validaba sobre la escena, en un acto de transmutación teatral pura, la pervivencia del pensamiento mágico.
Pescar Águilas (1995), de Handke-Ballesté y Jesús Coronado, lograba concretar, sin necesidad de una sola palabra, el universo de estancamiento temporal y una poderosa estética del desierto.
El lugar del corazón (1995), de Juan Tovar y Fernando Delgadillo, demostró la aterradora eficacia escénica de tres púberes aprendices de bruja.
Finalmente, dos creadores de amplia trayectoria, los antípodas de la puesta en escena, se encontraron con sus actores y su público en dos trabajos que renunciaron a la dimensión espectacular de sus antiguas creaciones para refundar el teatro en el poder de la palabra y en la figura del actor como eje central de todo discurso escénico: La guía de turistas (1995), de Botho Strauss y Luis de Tavira, y Cuarteto (1996), de Heiner Müller y Ludwik Margules.