Así son las condiciones de nuestro teatro: un actor se va durante el proceso de trabajo y el director -o productor- debe saber si su proyecto sigue adelante o debe esperar nuevamente los vientos propicios. Sin embargo, existen obras cuya posible existencia escénica está ligada a la disponibilidad de un único e irremplazable protagonista. Tal es el caso de La Celestina.
La recreación de semejante arquetipo tendría que responder a las características específicas de una actriz determinada, a su deseo de correr el gran riesgo, y, por supuesto, a la pasión de todo el conjunto por esta obra fundamental de nuestra literatura.
Por ello, uno se acerca el fin de semana al Teatro de Santa Catarina con cierta desconfianza, sabedor que por la producción de esta Celestina desfilaron al menos dos actrices antes de que la monumental alcahueta se metiera en el pellejo de la gran profesional que es Luisa Huertas.
Las primeras imágenes de la puesta en escena parecen desmentirnos: una atractiva y funcional escenografía de Xóchitl González, síntesis de tablado y retablo, escalera que comunica el cielo con el infierno, cuesta y llanura; la sensible musicalización de Alejandra Hernández, y la hermosa presencia de Mariana Lecuona en una Melibea que a la orilla de una fuente parece atrapada por la fascinación de su propia imagen, nos hacen creer.
La ilusión se desvanece sin embargo en cuanto “Calisto” (Ernesto Villa) pisa el escenario. Pasado de edad y carente no sólo de los nobles atributos del personaje, sino de aptitudes actorales, Villa instaura sobre la escena el jadeo como sustituto de la pasión, el lloriqueo por el dolor y la sobre-excitación como engañosa simulación de lo dramático.
El resto del elenco, desde luego en menor medida, parece seguirlo: la ausencia de profundidad se compensa con un evidente sobre-esfuerzo. Ni trágicos ni cómicos, los actores cumplen con mayor ahínco que sensibilidad la limpia escenificación de Claudia Ríos.