Durante dos fines de semana, se presentó en México el grupo catalán La fura dels Baus. La amplia publicidad que condujo a un rotundo éxito de taquilla, estuvo permeada por una gran mitificación, responsabilidad en gran medida de las propias declaraciones del grupo. “Uno de los mejores grupos teatrales del mundo”, “el grupo vanguardista” fueron las frases repetidas en todas las notas de prensa que se suman a las aspiraciones a “un teatro total”, a su descubrimiento de “las nuevas posibilidades del espacio escénico”, a su afán por “volver al texto”, por crear “la dramaturgia del siglo XXI”.
Y aún hay quien puede creerlo; como si Wagner y Craig no hubiesen formulado el “teatro total” y Brecht y Wilson no lo hubiesen trascendido en la búsqueda de la independencia de los diversos lenguajes de la representación. Como si la exploración de los espacios no teatrales no hubiese sido una obsesión de Reinhardt, el Living Theatre y todo el teatro de los años sesenta y setenta. Como si Handke, la Schaubühne, Brook, el Théâtre du Soleil, no hubiesen iniciado el rencuentro con la palabra renovada que daría lugar a los grandes espectáculos de los años ochenta, mismos que permiten hablar de un teatro de la plenitud.
A decir verdad, La fura dels Baus nunca fue un grupo vanguardista, o lo fue cuando la vanguardia marchaba ya a la retaguardia. Baste decir que en la década de los ochenta exploraban las posibilidades del happening y el performance. Pero eso sí, lo hacían muy bien. La Fura fue, y es, para hablar con justeza, una gran institución del espectáculo. Y para muestra, su olímpico botón.
Como muchos otros grupos de los setenta, el éxito de La fura obedecía al coletazo de una época donde la mera necesidad expresiva -y la de ellos era grande- justificaba la existencia y el valor artístico dependía mucho más de la espontaneidad y la originalidad que del cuidado del detalle o el conocimiento del oficio. Como una gran parte de aquéllos, formados lejos o incluso como reacción al sólido tronco de la tradición, La fura pierde su razón de ser y se siente desorientado al enfrentarse a los convencionalismos del teatro “teatro”.
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Su versión del Fausto de Goethe, F@usto, V 3.0, es en su intención un primer acercamiento al original que ha sido escenificado completo desde 1949 con notables éxitos (Gründgens, Paymann, Grüber y Strehler). Sin embargo, la intervención dramatúrgica de los fureros, con su excesiva voluntad de presente, introduce textos y una estructura que terminan con múltiples planos de lectura del inabarcable poema. Su propuesta de un Fausto desdoblado, saturado por las posibilidades de conocimiento y poder en la era informática del siglo sin dios desdeña de entrada las posibilidades de la lectura histórica, filosófica, de la dialéctica mítico-profana y acaso aporta el sentido de juego teatral advertido por Goethe en la escena del show televisivo, donde, ante la ausencia de actores, sobresale por su calidad de figura “real” un gozoso disck-jockey.
Las limitaciones de un elenco, cuya enunciación retórica y sobredramatización recuerdan inevitablemente al cine español de hace treinta años, no permiten tampoco profundizar en las relaciones de complicidad, conflicto, tiranía de este Fausto y su doble Mefisto que su propia adaptación propone, ni explora las consecuencias de humanizar lo aparentemente supra humano pasando por alto un verso fundamental del propio Goethe: “Al fin y a la postre, dependemos de criaturas que nosotros hemos hecho”.
Y a propósito, aparece un último mito furero: “el grupo hipertecnologizado”. Es verdad, todos los elementos visuales y sonoros funcionan a la perfección. Pero en cuanto aparece la realidad del cuerpo del actor, todo es diferente: por atractiva que sea la imagen, el fondo bidimensional de una pantalla usado como escenografía, presenta los mismos problemas que el decimonónico telón de fondo y desconoce los experimentos que en este terreno realizara Sbovoda durante los años sesenta. Frente a la sofisticación de los efectos de los conciertos de rock y otros espectáculos masivos, ver a los actores que enganchan el arnés para colgar una canastilla, una red, o al propio personaje, resulta casi pre moderno.
Por lo demás, la obra de Goethe es una obra cima del espíritu; en la ausencia de humanidad que sólo puede conseguir la inteligencia, la pasión y la imaginación actoral, en la dependencia tecnológica que la misma versión furera cuestiona, este F@usto cava su tumba. |