Un medio artístico ansioso de novedades como lo es el teatral, suele saludar con desproporcionado entusiasmo cualquier manifestación de vitalidad que aparece de pronto sobre los escenarios y, en un ritual de puro canibalismo, suele lanzar a los debutantes o a los “jóvenes creadores” a los cuernos de la luna para después poder azotarlos contra el pavimento. El problema de desarrollo de un lenguaje propio para quienes inician brillantemente sus carreras como directores, autores, actores, etcétera, se agrava frente a la ausencia de referentes y confrontación generacional: como diría Salvador Elizondo, nunca se sabe cuando uno deja de ser una joven promesa para convertirse en un viejo decrépito.
Uno de los trabajos escénicos más celebrados -de manera casi unánime- durante 1998, fue Las tremendas aventuras de la Capitana Gazpacho, obra que significó el debut profesional del dramaturgo Gerardo Mancebo del Castillo Trejo, la presentación de un muy sólido equipo de jóvenes actores -entre ellos el propio Mancebo- y la confirmación de un bisoño talento como director de escena: Mauricio García Lozano.
Sin lugar a dudas, los méritos de “La Gazpacho” justifican el entusiasmo que despertó y el éxito de su temporada, pues representa una bocanada de aire fresco en nuestro panorama teatral por el desenfado y la originalidad en el tratamiento de las relaciones de dominación, la gozosa reinvención de los roles sexuales, la sobredosis de anárquica locura, el sentido del humor y, a contrapelo de nuestras más rancias tradiciones dramáticas, por su definitiva asunción de lo que podríamos llamar un teatro teatral. Pero el éxito de su representación se debió también, en gran medida, a una imaginativa y rigurosa puesta en escena, y a un grupo de brillantes actores que pudo sobrellevar los problemas de estructura dramática -no señalados por el entusiasmo acrítico-, muy evidentes en la segunda parte de la obra, donde el texto se vuelve sumamente reiterativo y pleno de referencias en exceso directas que van desde las alusiones obvias a Esperando a Godot y las Alicias de Carroll, hasta el préstamo no confesado de una escena completa de Don Ramón del Valle-Inclán.
Hago deliberadamente esta larga introducción, porque los antecedentes grupales del autor y la mayor parte de los integrantes de aquella puesta en escena, así como de quienes participan ahora en Mundos calánimes, otras dos obras de Gerardo Mancebo, permiten pensar en un proyecto de “grupo” que debe ser analizado como tal por la esperanza -esa sí- que representa en términos de un proyecto que aspira a trascender la inmediatez de una obra o de una puesta en escena.
Con estas referencias en mente, Mundos calánimes se presenta con un nuevo golpe de intencionada vitalidad: dos obras que se representan alternadamente en el mismo espacio teatral (El Galeón) invitando al espectador a sumergirse dos días seguidos en un universo estilístico común. Rebelión o la Farza (sic) en Pedazos se representa los jueves y sábados y Mamagorka y su Pleyamo o Pleyamo y su Mamagorka los viernes y domingos.
Desafortunadamente, Mundos calánimes no logra traducir sobre el escenario el impulso de vida que contiene la propuesta del grupo. Difícilmente el espectador podrá sobrellevar las dos noches que implica el espectáculo y que no reserva sorpresas de un día para otro. El pretendido homenaje a Beckett, apuntado en La Gazpacho, se realiza plenamente aquí en Rebelión..., un planteamiento godotiano de dos personajes arrojados a su condición de despojos que, creyendo rebelarse contra su autor, se descubren abandonados por él. Pero si la gran obra de Beckett significó para el drama el descubrimiento de aquello que sucede cuando no sucede nada, en esta obra la ausencia de acontecimientos sólo se traduce en una reiteración del discurso beckettiano alrededor del supuesto cadáver de un tercer personaje. En Mamagorka..., otra vez la inversión de las relaciones de dominación nos llevan a una especie de anti-edipo que, ante la ausencia de evolución del personaje de Pleyamo, se convierte en un largo monólogo -casi tan largo como el nombre con que el autor firma sus obras- de mayor originalidad pero que abusa nuevamente de la reiteración. El particular manejo del diálogo, cargado de esdrújulas, barroquismos y gratas invenciones lingüísticas no consigue entonces caer sobre un terreno fértil que lo proyecte con potencia sobre el desarrollo de los personajes, y, por lo tanto, sobre el ánimo del espectador.