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Se alza el telón

 

 

 

 

 

 

por Malkah Rabell

Desués de una prolongada temporada, una representación teatral puede ganar en rutina y perder en entusiasmo. Después de 100 funciones Los emigrados, del autor polaco Slavomir Mrosek, que actualmente vive en París, pero cuya obra ha sido representada con mucho éxito tanto en Varsovia corno en la provincia polonesa, no ha perdido nada de su frescura; nada del entusiasmo de los inicios ha desaparecido. Sino, cosa más bien rara, parece haber crecido en intensidad y cada uno de los dos intérpretes, Claudio Obregón y Salvador Sánchez se entrega a su personaje, con igual pasión.

También para el espectador que asiste por segunda vez se abren nuevas perspectivas. El impacto de la "primera vez" sólo permite captar el conjunto. La segunda visita a un espectáculo, como la segunda lectura de una obra, puede resultar peligrosa. Logra confirmar o bien negar una impresión inicial. En caso de ratificar un entusiasmo, van corriendo detalles desapercibidos en un estreno. La segunda vez esos dos protagonistas, esos dos "emigrados", llegados a tierra extraña uno por causas políticas y el otro por razones económicas: el exiliado y el emigrante, dos personajes tan extraños y reales a la vez, me resultaron más comprensivos, aunque no más dolorosos. El primer impacto fue de sufrimiento, como de un juego sado-masoquista de dos hombres que sufren y se hacen sufrir mutuamente en una convivencia rabiosa y desgarradora a la vez. Es por segunda vez cuando llegué a interpretar a esos dos hombres que nada tienen en común: uno intelectual politizado, que busca la universalidad de los problemas humanos: "Ese brotar prodigioso de una civilización en plena mudanza"; y el otro, analfabeta. campesino, ligado al recuerdo del viejo hogar, de las "moscas" familiares de su tierra. El campesino que vive con el eterno recuerdo y con el eterno deseo de volver, a quien su misma insignificancia, su falta de capacidad visionaria impide desarraigarse y comprender a un pueblo desconocido. ¿Y quién es más desdichado de los dos? ¿Aquel que al parecer nada posee salvo su sueldo de obrero extranjero explotado al máximo que va juntando centavo a centavo, escondiéndolo bato la piel de un perro de peluche? ¿O el otro, que aspira a lo grande, que persigue: "los procesos sociales, económicos, políticos, las corrientes culturales"? Un hombre que rechaza los recuerdos de lo pequeño, de la tierra propia donde hay: "moscas" que "simbolizan la pequeñez de los problemas a que estamos condenados, en nuestro país. Esos míseros reformismos. Gente pequeña en un país pequeño. .. Aquí, por fin se puede desplegar las alas, hacer frente a tos grandes problemas. La grandeza sólo nace de los grandes encuentros... De verdad, para mí, ya no hay moscas..." Pero estas moscas, aunque parezca mentira, mantienen. vivo al campesino, al pobre diablo, lo atan a una esperanza, la de volver, esperanza que merece todos los sacrificios. En cambio dejan sin suelo, sin recuerdos y sin raíces ni esperanzas al intelectual, al exiliado, al verdadero emigrado.

Misterio la tierra de donde han llegado y cuyo nombre nunca se pronuncia; misterio el país donde viven, y al cual cada quien puede poner la etiqueta que desea: misterio algebraico sus nombres. Pero enigmas fácil

Las 100 representaciones

de Los emigrados

de descifrar. El autor llama a sus dos protagonistas: "AA" y "XX". No los denomina "A" y "B", sino la primera y la última letra -o casi- del alfabeto. El que está arriba y él que se halla abajo. El primero y el último. Un primero que pese a su desprecio tiene una gran cantidad de ternura; y un último que pese a su primitivismo posee no poca lucidez. Y no obstante, ese último, que según "AA" es el prototipo del esclavo, del "'protozoario", sabe arrancar su condena, librarse de su esclavitud. Porque un hombre es un hombre, por más analfabeta y ligado a los bienes mezquinos que sea. El hombre es un hombre y en el momento más inesp-erado puede romper su cadena y recuperar su dignidad. XX la rompe y lanza el grito de liberación. Y AA, ha de romper sus apuntes para su gran cbra soñada sobre el esclavo típico, sobre el esclavo innato que nada puede cambiar en la rueda del tiemro que lo aplasta.

Cinco elementos forman ese espléndido equipo: autor, director, escenógrafo y dos increíbles intérpretes. La obra de Slavomir Mrozek adquiere toda su vitalidad en el escenario, cuando su palabra se vuelve voz, en su pensamiento: dolor, desgarramiento y humanidad. La dramaticidad de Mrozek bajo la mano maestra del director, Manuel Montoro, adquiere toda su intensidad, vence todas las dificultades de esa obra compleja; la escenografía de Guillermo Barclay, con sus tuberías que atraviesan la escena como intestinos humanos donde los dos hombres, los dos "emigrados" empiezan a sentirse corno "un gonococo y un protozoario", impone al foro un ambiente de asfixiante angustia; y los actores, Claudio Obregón, el intelectual y Salvador Sánchez, el campesino, llegan a las máximas posibilidades interpretativas, en un dúo que nada tiene que envidiar a las más importantes figuras dramáticas universales.

Probablemente es ésta la mejor labor de equipo del teatro mexicano de lo que va del año.