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Tercer acto: la edad patológica

    En las dos partes anteriores en que me he referido a personajes de Arthur Miller (Víctor Franz de El precio y Willy Loman de La muerte de un viajante), traté de exponer el problema del hombre al llegar a ciertas edades difíciles, edades críticas durante las que nos vemos obligados –caso de Víctor Franz, cuarenta años– a aceptar de una manera definitiva lo construido por nosotros mismos hasta entonces, o bien –caso de Willy Loman, sesenta años en adelante–, nos vemos obligados a renunciar a eso que hemos llegado a ser para aceptar la muerte.
    En los casos de Víctor Franz y Willy Loman, Miller nos habla de problemas generalizables por los que pasa casi todo ser humano sobre la Tierra –víctima siempre del sistema social en que vive. En el caso de Eddie Carbone, el personaje central de Panorama desde el puente (A view from the bridge), nos presenta un caso de tal manera patológico que resulta más difícil generalizar el ejemplo para hacer que comprenda una edad por la que todos los hombres pasamos.
    Sin embargo, y a pesar de todo lo particular que pueda resultarnos a simple vista el caso de Eddie Carbone, es seguro que todos los hombres pasamos en mayor o menor grado, calladamente o a gritos, por la edad patológica de este personaje.

    Eddie Carbone es un estibador neoyorquino de cuarenta años, de ascendencia italiana. Vive con su mujer y una hija adoptiva –hija de una hermana muerta de su mujer–, en aparente tranquilidad, cerca de los muelles.
    La tranquilidad es sólo aparente, pues más tarde nos damos cuenta de que el hombre ha estado viviendo en mitad de la cuerda floja, apartándose del lecho conyugal sin atreverse a explicar lo inexplicable de su retraimiento. No se atreve a explicárselo a sí mismo y no puede, por tanto, explicárselo a su mujer. La mujer sabe lo que pasa, lo intuye; pero no se atreve a decirlo. Decir una cosa así es muy peligroso; es conjurar la aparición de lo invisible, desencadenar las fuerzas latentes y calladas del misterio subconsciente.
    La presencia de los primos italianos que han entrado ilegalmente a los Estados Unidos y a quienes Eddie ha brindado hospitalidad en su casa, obra como catalizador que revela el inconsciente, la intranquilidad escondida tras esa aparente calma. Rodolfo, el más joven y el soltero de los dos primos italianos corteja a Catherine, la hija adoptiva. Eddie, ante esto, se revuelve como ostra en su concha a la que quieren arrebatar su perla. Padre que siente el peligro de la presencia de otro hombre en sus dominios exclusivos y saca las garras para defender su propiedad, Eddie utilizará primero la calumnia –Rodolfo quiere casarse con Catherine sólo para conseguir su ciudadanía norteamericana; Rodolfo es homosexual–, y finalmente, cuando ésta no ha dado resultado, terminará recurriendo a la delación de los primos que tiene de huéspedes en su propia casa ante el Departamento de Inmigración de los Estados Unidos. Esto entre su gente, la gente que lo rodea, sus amigos, sus compañeros de trabajo, es considerado

como lo más criminal y cobarde que puede hacer hombre alguno sobre la faz de la tierra.
    Rodolfo y Marco, su hermano, son aprehendidos por los oficiales de Inmigración y serán enviados nuevamente a Italia. Catherine se casa con Rodolfo y evita así su expulsión del país. Marco obtiene libertad condicional y sale de la cárcel para matar a Eddie Carbone.
    Beatrice, la esposa de Eddie, le grita la verdad a su marido después de haber fracasado en su intento por esconderlo para liberarlo de la venganza de Marco. Le dice: "Lo que tú quieres es algo más, Eddie; pero a ella no la vas a tener nunca para ti". Eddie Carbone se horroriza al oír la verdad expuesta. La reconoce, no puede negarla; pero tampoco la resiste. Acto seguido saldrá en busca de la muerte que le está esperando a manos de Marco.
    Eddie muere odiado, despreciado por todos y sin haber podido lograr siquiera mínimamente el amor de su sobrina; antes todo lo contrario, es Catherine quien más lo odia en el momento de su muerte.
    Por terrible que pueda parecernos el amor de Eddie Carbone por su sobrina, hay que tener en cuenta que lo patológico no radica tanto en la existencia de tal amor como en la obstinada ocultación de su impulso en la mente de Eddie. El hecho de que se trate de su sobrina, de una hija adoptiva, hace el caso especialmente difícil para un reconocimiento consciente de tal amor.

    Pero en lo general en el caso de Eddie Carbone estribaría tal vez en el amor que siente un hombre de cuarenta años o más por una jovencita de diecisiete. La necesidad de recuperar la juventud pasada lo animará a volcar su amor en una tierna criatura que, por regla general también, se burlará del hombre maduro con la crueldad propia de sus años, para devolverlo de manera brusca a la realidad de sus relaciones con el mundo. El hombre maduro se retirará al fin de la batalla vencido, mutilado su orgullo masculino, e intentará posiblemente una curación en un amor menos desproporcionado en lo que a edad se refiere.
    Bien. Pero si a los cuarenta años se tiene además el sentimiento, por oscura por recóndita la idea que lo genera [sic], de la vergüenza del amor tardío, como es ya el caso específico de Eddie Carbone, la conjugación de ambos sentimientos, amor y vergüenza, llevarán al hombre a la desesperación. Eddie Carbone, sin poderse confesar –vergüenza inconsciente– a sí mismo el amor padecido por Catherine, presiente la bajeza de la condición de este amor. Beatrice, la esposa, viene a hacer de punto de referencia para la dimensión de su culpa. Eddie abandona el lecho conyugal al advertir que hacer el amor con su mujer le devuelve como un espejo la bajeza del sentimiento por Catherine. Tocar a su mujer ahora sería revelar lo inicuo; no tocarla aumenta la iniquidad. Eddie Carbone va dando vueltas en un laberinto que lo pierde más y más a cada paso; cada paso que da –o no da– lo va sumiendo en el horror de sí mismo a medida que aumenta la

 

pasión. El amor sólo aumenta en proporción al sentimiento pecaminoso.
    Cuando a este estado de cosas en el interior de Eddie se aumentan los celos, su alma empieza a tocar las fronteras de la condenación. La aparición de Rodolfo es la piedra que viene a romper ese difícil equilibrio que Eddie sostiene ente el amor y la vergüenza, entre la condenación y el decoro. El darse cuenta del innegable interés amoroso de Catherine por Rodolfo lo precipita de golpe en el centro mismo de la condenación.
    La vanidad masculina, llena de defensas, ha sido tocada: Catherine prefiere a Rodolfo. Eddie advierte con alarma que lo más importante de su vida está en peligro y para salvarlo comienza –dentro de su desesperación– a obrar con tal torpeza que lo único que consigue es irse hundiendo más y más al ir exponiendo sus llagas al horror de los demás.

    Cuando al llegar borracho a su casa se entera de que Rodolfo ha estado haciendo caricias a Catherine, la fuerza del sentimiento se le viene encima de tal manera que el decoro desaparece por un momento; una luz, una especie de iluminación mística, lo coloca en un plano de realidad diferente en que ni Catherine ni Rodolfo existen personalmente, sino como meros símbolos del amor tanto tiempo deseado y ocultado. Los verdaderos componentes surgen entonces sin cortapisa: al amar a Catherine, Eddie ama el principio del amor, su comienzo, el amor que tiene futuro total; ama a la juventud. Su odio hacia Rodolfo no es otra cosa que un amor al revés: quiere aniquilarlo no para librarse de él mismo sino para fundirse con él, para pasar a ocupar su lugar sin hacerlo desaparecer. Quisiera poder amar a Catherine a través de Rodolfo; convertirse en Rodolfo él mismo para ser amado por Catherine. Al besarlos en la boca a ambos los ama y los odia por igual. Los ama porque se aman entre sí, los odia porque no lo aman a él, porque no lo dejan participar del milagro de su amor. Y así, por un momento, Eddie se les entrega a ambos con la fuerza del hombre que está llegando por ellos a los límites de la condenación más absoluta.
    Pasado el momento de la iluminación, al volver al absurdo plano de realidad en el que se encuentra a dos jóvenes furiosos y ultrajados por lo que acaba de hacer, la bajeza que lo había venido rigiendo renace. Pretende explicar entonces ese acto de generosidad como uno de la más abyecta mezquindad: un simple haber pretendido mostrar a Catherine la homosexualidad del muchacho.
    El horror de tener que decir tal cosa lo lleva consecuentemente a la perpetración de la bajeza final al tomar el teléfono para hacer la denuncia de las entradas ilegales al país de los italianos.
    Eddie toca los límites de la condenación al experimentar el amor más absoluto que pueda experimentar el ser humano.
    Al terminar la vida de Eddie Carbone, sólo Beatrice, su mujer despreciada, es capaz –tal vez por ello mismo– de comprender la grandeza del hombre que todos execran.

Héctor Mendoza