Teatro Xola. Autor, Juan Ruiz de Alarcón. Estreno: 19 de
abril. Dirección, Héctor Mendoza. Escenografía y vestuario, Kazuya Sakai. Música, Carlos Lyra.
Reparto: Sergio Kleiner, Mabel Martín, Adrián Ramos,
José Alonso, Cristina Rubiales, Joaquín Lanz, Héctor
Cruz, José Roberto Hill, etc... Músicos: Luis Rivero,
Francisco Larumbe, Maximino T. Martínez, Luis Fuentes
y José Hernández. Asistente de director, Guillermo Duarte.
Cada
vez que un director tiene la osadía de representar a un autor de épocas pasadas
imponiendo a la representación de la obra un cambio en la tradición, surge la
polémica, en la cual unos afirman que el director no tiene derecho a “desvirtuar”
la obra del autor, y otros defienden la postura innovadora del director. ¿Quién
tiene la razón? No es el punto a dilucidar, yo me limitaré, simplemente, a dar
mi punto de vista en este caso específico, pues cada caso es diferente, según
los resultados alcanzados por el director.
Creo que
hay varias formas de asaltar una obra clásica -poner una obra clásica es
siempre una especie de asalto a mano armada- una, la que se deriva de una visión
museográfica, y otra, de una visión teatral. El director que posea la visión
museográfica respetará las indicaciones del autor, las costumbres de la época,
para su puesta en escena. Tiene obligación de cuidar la cronología en todos sus
detalles, lo mismo para que el vestuario concuerde debidamente, como para que
la escenografía contenga la atmósfera de la época en que se sitúa la acción. Y
tiene muchos otros deberes. En cambio, el director que se incline por la
innovación, no tiene esos deberes, pero tiene otro muy delicado, sutil y hasta
peligroso: el de hacerlo con un máximo de talento. Su representación tendrá
como único cimiento su buen gusto y su capacidad de creación de un estilo que
justifique la “irreverencia” cronológica.
Y creo que
éste es el caso de Héctor Mendoza, que ha creado un estilo teatral propio,
salvando del olvido una comedia que quedaría relegada en los archivos de la
historia del teatro, pues a fin de cuentas, su mensaje -el de Alarcón en esta
comedia- no es otro que el de apoyar la actitud de la Inquisición para la quema
de brujos, al demostrar por medio
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de silogismos muy bien urdidos, que la ciencia “mágica” se divide en tres ramas:
la natural, la artificial y la diabólica, y que todos aquellos que la ejerzan,
serán condenados por la Iglesia. Este mensaje, no es vigente en nuestra época,
es indudable que para el pensamiento renacentista, muchos de nuestros
científicos actuales -que obran “prodigios”- serían diabólicos y condenables. Ahora
bien, el teatro, antes que interés museográfico, es Teatro, o sea, arte
comunicante, arte para establecer un contacto con el público al que debe darle
por medio de la palabra y el gesto: emociones, ideas o nociones: por eso,
cuando el mensaje de una obra deja de ser vigente para el público de otra
época, el director que no se conforma con el interés histórico -quede eso para
los historiadores y críticos- busca la manera de darle vigencia y somete la
obra al fuego de un nuevo crisol del que saldrá remozada y lista
para volver a contagiar entusiasmo -y no sólo curiosidad de investigador- a un
público muy diferente
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