diorama teatral
cruce
de vías
y escuela de
bufones
IInserción manuscrita de la autora.]
por mara reyes
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Cruce de vías: Casa de la Paz. Autor: Carlos Solórzano. Dirección: Alexandro Jodorowsky. Músicos: Thusnelda Nieto y (Alexandro) Farnesio de Bernal. Reparto: Héctor Ortega, Javier Rouán y Patricia
Morán.
Escuela de bufones: Autor: Michel de Ghelderode y Alexandro Jorodowsky (Paráfrasis). Dirección, escenografía y trajes: Alexandro. Cantante: Thusnelda Nieto. Reparto: Guillermo Zetina, Sergio Ramos, Héctor Ortega, Farnesio de
Bernal, Patricia Morán, Ramón Menéndez, Pablo Leder, Javier Rouán, Gabriel Pingarrón, Juan Carlos
Corzo, Valerie Trumblay, Carmen Cardona, Luis Robles y Adrián Ramos.
El espectáculo que está montando actualmente Alexandro Jodorowsky es de un interés superlativo; consta de las dos obras citadas.
En Cruce de vías, se plantea
más que a desvinculación entre
los seres humanos, la ansiedad
por buscar al ser ideal, al cual no se le reconoce en
nadie. El “joven” espera encontrar en la amada todas las virtudes, todas las bellezas, pero es incapaz de identificar a mujer alguna con esas cualidades y se queda perdido, esperando
en un cruce de caminos que no llevan a
ninguna parte -aunque uno vaya hacia el norte, aunque otro vaya hacia el sur-, el momento
de hallarla. Solórzano da a entender que todos los seres buscan y buscan [pero] cuando llega la
oportunidad de encontrar un afecto
que los vincule a otro ser, la dejan
pasar y continúan su inútil búsqueda.
En esta obra, Alexandro dio a cada objeto y a cada ser su respectivo
valor. El tren es una fila de hombres y mujeres que se mueven mecánicamente, en círculos, como círculos son los
que hacen en su continuo ir y venir. El guardavía,
como una materialización del “ver,
oír y callar”, se mueve siempre en otro plano del humano, y el hombre y la mujer, que representan etapas distintas de la vida, se
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hallan como en distinta dimensión, aunque quisieran unir sus manos, éstas no se tocan porque pertenecen a tiempos diferentes. Tal como Alexandro dirigió las escenas entre ellos, me recordó el encuentro que imagina Bradbury en sus Crónicas marcianas, entre un marciano y un terrícola, que separados por milenios de distancia, al querer tocarse se traspasan, puesto que sus tiempos no coinciden.
La actuación de Patricia Morán
sería desconcertante, si no supiéramos que fue dirigida en esta ocasión por Alexandro, pues por primera vez la vemos
habitada por una emoción
verdaderamente profunda. Nada en ella es superficial, su expresión más que convencer,
como en otras ocasiones, lesiona al
espectador. Y ésta es su conquista.
Sobra hablar de Héctor Ortega,
de quien conocemos su capacidad
de expresión, la cual tiene más
abiertos campos en la obra
de Ghelderode. Javier Rouán, aunque menos experto,
consigue proyectar toda la ansiedad, la incertidumbre y la vana
esperanza del personaje.
En la segunda parte, Alexandro hizo un despliegue de arte. Desde la escenografía -que es del propio Alexandro- hasta el último detalle, cada momento, cada circunstancia teatral fueron logrados por este director en el máximo nivel.
No se trata aquí de la reproducción exacta de la
obra -como
aconteció con la de Solórzano-
sino de una paráfrasis, hecha
por Alexandro, de
la obra de Ghelderode. Esta paráfrasis es además
importante por cuanto que es la primera vez que Alexandro se enfrenta con el teatro de este autor, que tan de cerca sigue los lineamientos del teatro de la crueldad
que proclamara Antonin Artaud y que Alexandro ha suscrito en más de un
punto.
Alexandro añadió
a la Escuela de
bufones algún pasaje de
otra obra de Ghelderode (El extraño jinete), algún pasaje
de La
ópera del orden -no
enteramente textuales,
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pero sí en idea- del propio Alexandro y un final que lleva a la obra de Ghelderode hacia sus últimas consecuencias
ideológicas.
Alexandro, como Artaud, no
expresa los actos en la escena,
sino que los comete. Y si Artaud plantea su espectáculo
como una tentación “donde la vida puede perderlo todo y el espíritu ganarlo todo”, Alexandro,
asimilando esa teoría, emprende una
verdadera lucha para obligar al espectador a caer en esa tentación.
El amor y la crueldad son el eje de la obra de Ghelderode,
un eje curiosamente distorsionado por el rencor y la nostalgia. Los bufones son como el símbolo del Hombre que reniega de su deformidad moral y que siente rencor contra Dios -llámesele Maestro, Padre o de cualquier
otra manera- por haberle expulsado de su ámbito, pero que al sentir nostalgia, no
hace sino revivir el rencor y procrear
el odio que desemboca en la crueldad.
Si el hombre ha sido tratado con
crueldad por Dios, justo es que Él
sea también tratado con crueldad por el Hombre. Esta última conclusión fue
enfatizada por Alexandro, al hacer que ese Dios, en el momento de sentirse
“tocado” por el amor, reniegue de su propia convicción, siendo asesinado por sus discípulos,
quienes no podían permitir que la
semilla que su maestro sembró en
ellos dejara de germinar. Y así, aunque
Dios cae en la tentación del Amor,
el Hombre continúa su primitiva ley de
la Crueldad.
Aquí, me parece conveniente
insertar lo que Antonin Artaud entendía por “crueldad” en el
teatro y en la vida: “Sin un
elemento de crueldad en la base de
todo espectáculo no es posible el teatro. En nuestro
presente estado de degeneración,
sólo por la piel puede entrarnos
otra vez la metafísica en el espíritu. El teatro
de la crueldad escoge asuntos y temas que corresponden a la agitación y a la inquietud
característica de nuestra
época. Lo que el público busca
fundamentalmente en el amor, el crimen, las drogas, la insurrección, la guerra, es el
estado poético; un estado trascendente de vida. El teatro de la crueldad ha sido
creado para devolver al teatro una concepción de la vida apasionada y convulsiva; y en ese sentido del violento rigor, de externa condenación de los elementos escénicos, ha de entenderse la crueldad de ese teatro. Esa crueldad que será sanguinaria cuando
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convenga, pero no sistemáticamente, se
confunde pues con una especie
de severa pureza moral que
tiene que pagar a la vida el precio que ella exige”.
Complejo es el fenómeno del
actor en el teatro de Alexandro y
requeriría un ensayo especifico en el que se analizara
concienzudamente la teoría y la práctica
acerca de la actuación. Según Stanislavsky, el actor debe “vivir” los deseos o frustraciones
del personaje que interpreta. Según Jouvet, el actor debe
“desencarnarse” para dejar al personaje vivir
su vida y no como comúnmente se piensa que el comediante debe “encarnar” al personaje. Para Alexandro, el actor
es más bien una superposición de
personajes o caretas, y al actuar, debe quitarse todas las máscaras para ser él mismo,
en tanto hombre. Pero, ¿qué es lo que
ocurre realmente dentro de cada actor de los que tomaron parte en las obras de Alexandro,
para transfigurarse de tal manera? Sólo ellos -y puede
ser que ni ellos mismos- lo saben; el hecho es que al
tratar Alexandro de liquidar al creador único individual,
de un espectáculo,
y proponer al
creador único colectivo, ha conseguido
que sus actores formen un
verdadero bloque proyector que
acosa al espectador hasta
situarlo en el exacto punto
que ellos necesitan para que la atmósfera propicie todo lo que tiene quedecir.
Por eso decir que Guillermo Zetina hace una creación con su trabajo, o que Farnesio de Bernal se consuma como
actor, o que Sergio Ramos, Héctor Ortega y Patricia Morán conmueven hasta el terror, es insustancial y no da la dimensión ninguno de esos calificativos de este fenómeno complejo, imposible de desentrañar en unas líneas.
No
puedo dejar pasar la mención de lo acertado de la labor de Thusnelda Nieto y de que
la música -en ambas obras- fue
integrada al espectáculo con maestría.
En mi
opinión se trata de un
magnífico espectáculo, sea el
responsable el autor o el director,
o los actores, en última instancia
el arte es lo que importa, sea firmado o anónimo,
sea fruto de una persona, de dos o de un millar.
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