Cuando se
trata de escoger de entre las cuatro versiones la más valedera, se inclina por la versión
del otro ladronzuelo, que es el relato menos épico, el que pinta con colores más brillantes la pequeña dimensión de los hombres,
sus mezquindades, sus cobardías, su
índole vanidosa, pues -añade- el hombre fantasea siempre con su grandeza; cuando admira a alguien quiere verlo como un héroe inmaculado y omnipotente y cuando desprecia a otro, desearía
que éste fuera capaz de las mayores abyecciones;
sin embargo, ni las grandezas ni las bajezas
del hombre son tantas.
Ni
el héroe es siempre héroe -habría que verlo cómo en la intimidad tiembla de miedo- ni el bandido es tan bajo
que no sea capaz de un instante de ternura -habría que verlo arrodillarse frente a una mujer para pedirle un poco de afecto-. Y así la obra termina con la adopción de un niño abandonado en una puerta. Es la vida que renace, a pesar de todo, y que aunque el hombre no pueda hacer de ella una joya pulida y perfecta, siempre será bella por el solo hecho de ser Vida.
Narciso Busquets, a quien no puedo dejar de recordar en su creación de El gorila de Kafka, hace un trabajo excelente. El personaje del bandido posee, según el relato en
turno, diferente textura emocional, lo que no es fácil de conseguir.
Marta Verduzco, que desde La
historia de un anillo ha ido situándose entre las mejores actrices jóvenes de nuestros escenarios, da un paso firme en esta ocasión, a pesar de haber tenido una situación adversa el día del estreno, pues se le llamó para la interpretación de éste, precisamente en las vísperas de dicho estreno, lo que habla en favor de su talento y de su profesionalismo, en contrapartida con Elsa Aguirre, quien haciendo gala de un antiprofesionalismo
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que debiera ser castigado por la Asociación Nacional de Actores, abandonó el papel casi el día del estreno, con la excusa de
los ineptos, que es de que no le daban el “crédito” que pedía. ¡Como si la valía de un actor dependiera del lugar que ocupa su nombre en la cartelera y no de sus propios méritos en la escena!
José Carlos
Ruiz y Aarón Hernán, dos actores muy destacados y poseedores, ambos, de voces ricas en matiz y de una
amplia gama de recursos, dan a sus actuaciones una consistencia sólida y madurada, en las mejores
condiciones.
Bien
Eduardo López Rojas, Julián Pastor, Angelina Peláez y Guillermo Hernández en los papeles que secundan a los cuatro personajes principales. La escenografía ideada por Aarón Swirski es de incalculable importancia en esta obra, en la
que todo gira dentro de una atmósfera salvaje y a la vez refinada, en la que la introspección de los personajes tiene algo de selvático como la propia escena en que éstos se mueven. Puede decirse que el bosque (como en otro sentido el del Emperador Jones de O'Neill) es como la materialización de la intrincada mente humana, en donde hay
mil y un caminos para penetrarlo, pero todos cerrados por la maleza que debe desbrozarse a machetazos.
Debe sentirse satisfecho Rubén Broido,
quien se presenta por
primera vez como director
profesional, por los resultados obtenidos, en los que colaboran también Luisa Josefina Hernández, autora de la magnífica traducción -ignoro de qué idioma, pues no creo que haya sido del japonés-. Otro colaborador fue Héctor Ortega, autor de la mímica de la lucha y que pudo haberlo sido también del ritual de invocación del espíritu de samurai,
que fue encomendada
a una bailarina, Rosa Pallares, y que de habérsele
dado un carácter más mímico que danzante,
quizá habría ganado en eficacia.
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