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Horas robadas de Paul Osborne, en el teatro Sullivan

Armando de Maria y Campos

    Gustamos de los contrastes. Después de una onda cálida de piezas de subido color, ahora disfrutaremos -estamos disfrutando- de una onda templada. Ya no más comedias de aventura o de amor ilegítimo o, como se decía antes, verdes, coloradas. No más vodeviles ni mujeres en paños mínimos. En su lugar, comedias inocentes, blancas, "para llevar al teatro a toda la familia", y lo que es más, interpretadas por niños y, naturalmente, para niños. El público es niño también. Se deja llevar de la mano sin preguntar a dónde. El deber del cronista que por dirigirse a un público "de todas edades" debe abandonar la erudición y hablar con llaneza, es dirigir a los espectadores al teatro Sullivan para que toda la familia goce de una fábula de argumento sencillo y fácil cuyo protagonista es un niño y debe ser, necesariamente, interpretado por un niño. La comedia se titula Horas robadas, su autor es Paul Osborne -traducida por José Luis Ibañez- y su intérprete infantil es Cesáreo Quezadas, a quien ya se le anuncia como Pulgarcito porque tuvo algún éxito realizando este personaje en película nacional inspirada en el cuento apto para niños de todos los tiempos.
    Osborne imaginó una fábula para públicos de fáciles entendederas. Se acaba la muerte en todo el mundo porque un abuelo querendón no quiere morir en tanto no vea crecer a un nietecillo huérfano, tema tratado con mayor altura por Alberto Casella en su comedia La muerte en vacaciones. Un niño juega papel principal, pues en la trama, en la que intervienen abuelitos, una tía egoísta, una jovencita casadera y personajes menores, aparte, claro está de la Muerte con mayúscula, a cargo de un actor que

inspire simpatía, porque debe interpretar una Muerte que no asuste a los niños, que dialogue con ellos y que, naturalmente, no repugne a un público de familias. Una fábula que se escucha y se sigue con agridulce complacencia.
    El excelente actor Ernesto Alonso interpreta con simpatía y desenvoltura el personaje del señor Delfín, una especie de agente del más allá, presto a conducir a los mortales que en una o en otra forma han cumplido su misión en este valle de lágrimas; por determinadas circustancias la Muerte deja de trabajar y el mundo no puede vivir porque nada en él muere. El niño Cesáreo Quezadas actúa con extraordinaria desenvoltura, y cuando dice, bien memorizado, lo dice en forma que llega al auditorio. Ojalá y como todos los niños prodigios no se malogre. Miguel Manzano hace un abuelo de una pieza y no le va en zaga Elodia Hernández en la abuela consiguiente. Magda Donato compone con recursos de seguro efecto la tía egoísta y Patricia Morán pasa por la escena derramando juventud y alegría. Cumplen en sus episódicos papeles Mario Jarero, Jorge Mateos y Manuel Sánchez Navarro.
    La obra está presentada en un magnífico escenario corpóreo construido por Rafael Luna y pintado por Magín Banda. Un árbol, un gran árbol, juega principal papel en la actuación y en la escena, cumple ambos propósitos porque está construido con certera teatralidad por Rafael Luna. La obra fue dirigida por Jesús Valero y no hay reproche visible que hacerle. El público aplaudió con calor las hábiles interpretaciones de Manzano y de Elodia Hernández y la viva inteligencia que revela Cesáreo Quezadas, Pulgarcito.