FICHA TÉCNICA
Título obra Cruce de vías
Autoría Carlos Solórzano
Dirección Alejandro Jodorowsky
Elenco Javier Rouan, Patricia Morán, Héctor Ortega
Título obra Escuela de bufones
Autoría Michel de Ghelderode
Dirección Alejandro Jodorowsky
Elenco Héctor Ortega, Patricia Morán, Guillermo Zetina, Farnesio de Bernal, Ramón Menéndez, Pablo Leder, Javier Rouan, Gabriel Pingarron, Juan Carlos Corzo, Valerie Trumblay, Carmen Cardona, Luis Robles y Adrián Ramos
Cómo citar Mendoza, María Luisa. "Alexandro - Solórzano - Ghelderode". El Día, 1966. Reseña Histórica del Teatro en México 2.0-2.1. Sistema de información de la crítica teatral, <criticateatral2021.org>
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El Gallo Ilustrado, El Día
Columna Teatro
Alexandro - Solórzano - Ghelderode
María Luisa Mendoza
Otra vez Alexandro. Otra vez su fuerte absoluta inconsecuente personalidad de gran látigo negro, otra vez él y su teatro. Pero dándole la vuelta, con los mismos pasos, al teatro pánico, a aquel de la crueldad con el que tanto nos horripiló y exigió y removió y recreó y todo. Alexandro Jodorowsky ahora en el amor por medio del dolor y el sacrificio.
Pero hay que hablar en orden, que es lo que rige el trabajo alexandrino. Empezar por el principio, por Cruce de vías, un acto corto de Carlos Solórzano, sólido, rotundo, bello, original, lleno de símbolos y promesas, frutos cerrados, uvas peladas. Un actito, como un relámpago de lo que es la búsqueda cruel de sí misma en la aventura inclemente del sicoanálisis. Es el paciente que va al médico, al viejo acostumbrado a los cruces de vías, a los campos, a los partos, a las respuestas y, sobre todo, a las preguntas. Es el diálogo aparentemente monólogo del hombre verdadero que está removiéndose y recordándose y olvidándose.
Yo no conozco el texto original de Cruce de vías, y esto me angustia porque no sé cómo habrá planteado Solórzano el hecho de la investigación científica y cómo la resolvió Alexandro. Reconozco a los dos. Pero esto es lo menos importante, lo sabroso y lo definitivo es la forma en que el uno confiesa y el otro interpreta. Varias escenas son absolutamente oníricas, aquellas en las que se pierde el paciente al grado tal de la desesperanza frente a quien más ama y a quien no quiere ver. Una mujer que lleva en el pecho una flor blanca... flor que entrega al hombre que ama y que éste deshoja, ciego, impotente para la conocensia... Es, pues, este acto pequeño uno de los más logrados entre lo pequeño-grande. Un verdadero experimento de la palabra constreñida y los actos trascendentes. Acto cruel, irónico, real, irreal, hondo, inteligente. Joya de la técnica dramática, de la estructura cerrada y fuerte, abierta para aquel que quiere penetrar, acto que exige, como la obra de arte, la colaboración del espectador. Con un revelador Javier Rouan, una Patricia Morán talentosa y un Héctor Ortega espléndido aunque un poco descuidado de la dicción.
Siguió luego Escuela de bufones, que es un acto largo escrito inicialmente por Michel de Ghelderode y reescrito, parafraseado por Alexandro. Con todo el estilo del primero, trascendente y seriesísimo, y del segundo, emotivo, delirante en símbolos y amensajado, es decir que, de la crueldad que lo caracteriza, pasa Jodorowsky al amor que desea.
Es sobre todas las cosas esta Escuela un largo sucederse de imágenes plásticas absolutamente bellas. El deleite que produce en su fealdad monstruosa, deforme, esperpéntica, llega en momentos a estremecer el cuero y los pelos. La dirección se exige claridad y la consigue, se pide creatividad y la da a montones, se rige por un ritmo que no decae, y, como de costumbre, apresa en la angustia a los actores, los agota, los hace dar todo de sí mismos, crecerse hasta donde ya no.
En un escenario pequeñito juegan al horror trece personajes unívocos, desdoblados, deformados por el nacimiento y los tormentos de un hombre atrapado él mismo en la oscuridad del llanto. Es un maestro que contrae a sus contrahechos alumnos para surtir con ellos las cortes del mundo, de bufones flamencos. Su presencia continua en el foro mínimo, es de una maestría que quienes saben, saben que sólo la logra un maestro de la dirección.
Alexandro aquí consigue para siempre la atmósfera. Contribuye su trabajo maestro de dirección, el diseño del vestuario formidable, hermosísimo, terrible, muy al estilo de aquellas cosas de Tzara, de Cocteau: disfraces espantosos y en su espanto insólitamente primorosos. Misas negras con capas y lagartos de cruces, aparatos sadomasoquistas para torturar, látigos latigantes a toda hora, arrastre de seres que no fueron hechos a la imagen y semejanza de Dios. Así la región de Alexandro no es la más transparente, pero sí la más despertadora, la más indormible. Aquí su talento creativo no tiene par, y si prosigue con detalles que uno recuerda en obras anteriores suyas, éstas afirman aún más ese estilo del que hablaba antes. Resume sí su obra de toda su vida, pero la amplía, la explica más, y esto sólo bastaría con oír aquí al mudo hablar, cosa que no se permitió con aquel gran mudo esperado de Las sillas. Esto por cierto no es lo más perfecto de la obra, el que hable el mudo, aunque conmueve, finca una concesión y casi cae en el melodrama.
Así, Héctor Ortega y Patricia Morán, el uno eternamente en escena, asombroso en su creación, la otra de paso riente y pesadillezca. Así, Guillermo Zetina, maravilloso, excelentísimo, a plena voz y dolor, Farnesio de Bernal, Ramón Menéndez, Pablo Leder, Javier Rouan, Gabriel Pingarron, Juan Carlos Corzo, Valerie Trumblay, Carmen Cardona, Luis Robles y Adrián Ramos, todos nombrables por excelentísimos.