El Gallo Ilustrado, El Día
Columna Teatro
Otra humillación del amor o de lo viejo
María Luisa Mendoza
“Yo hago las rugas viejas
Dexar el rostro estirado.
Y sé cómo el cuero atado
Se tiene tras las orejas;
Y el arte de los ungüento
Que para esto aprovecha;
Sé dar cejas en las frentes;
Contrahago menos dientes
Do natura los desecha”.
Amor. Rodrigo Cota.
¿Hay acaso algo más interesante de vivir, de recorrer; viajar, discutir, que el amor?, ¿qué el diálogo de El Amor y un Viejo? Los hombres van por el mundo con su alma envejecida antes de tiempo, niña para las decisiones, anciana para los finales de veras, entonces, todos los hombres se vuelven viejos, como el viejo de Rodrigo Cota, cuando están frente al amor y le temen y lo desean. Y a los hombres en general, este amor vengativo y terrible, exhaustivo y disecador, los trata con la vara de medir, a todos los humilla después de haberlos enredado en esa malla alucinante de su poder, el único que es digno de ser vivido.
Entonces, La Casa del Lago, como siempre en las aguas y los bosques, da al hombre de hoy el asombro de una obra teatral escrita ya en las vejeces del Siglo XV por un contemporáneo, envidioso, bien pintiparado y vengativo, judío y converso, del autor de La Celestina, aquella otra vieja, gran vieja del arte dramático, dadivosa en amores ajenos, embrolladora trotaconventos violados, igual burlada a los postres por ese Amor tan invencible, tan intocable, tan ganador sin apuesta alguna que no sea el placer de un solo instante.
Cota, con la pluma en la mano escribió el diálogo que rescata de un siglo alejadísimo el pensamiento entre guasa y deveras, entre filosofía y banalidad, de un prototipo de vejete rabo verde y don Amor, que no es ni hombre ni mujer sino ese ente atrabiliario e irresistible, como un Ángel Gabriel o una Anunciación cualquiera. Cota pues juega y alecciona. De cómo se defiende el hombre en la edad que sea, de contraer nupcias incurables con el amor, y la forma artera, brillantísima y vil en que éste sentimiento humanísimo entra en el alma para bajar la cerviz y humillar, pecho a tierra, todo el espíritu, en el protagonista de la obra por carcamán, en aquél por crédulo, en aquesta por taruga.
Vale la pena escuchar ese español antiguo maravilloso que tanto trabajo cuesta leerlo virginalmente y que se abre con lucerones al oírlo para retornar a él en el placer total de una lectura amorosa, a solas, sin tentaciones. El idioma de nuestros también alejadísimos españoles tatarabuelos que eran gentiles en la alabanza y tronadores, feroces en la imprecación para doblar la oscura raza de nuestros otros oscuros tatas. Lengua madre, difícil, hermosa, de joyas, de oros y cadenas, de ricos sonidos varoniles. Allí entera en Diálogo entre el amor y un viejo, que vale la pena ver para darse un quemón de cómo se las gasta cada uno en el toma y daca de los besos y las traiciones. Es como asistir al nacimiento, a la gestación de lo que todos hemos pasado, y contemplar en otros, en el viejecillo enclenque y atrevido, el dolor y la de la soledad que Amor, como buen Amor, decreta.
¿Y cómo si no escuchar sus sentencias amorosas desde la rica textura de voz y gesto que posee Beatriz Shéridan? Ella sola, tan actriz pues, tan merecedora de un papelón que no éste tan conocido de amor repartidor de galas. Beatriz Shéridan. Ella es como una fogata en plena escena: sale el director la apaga porque se quema teatro, butaca, gente y taquilla. Es, Beatriz, con todo y ese nervio restirado de la tarde del estreno, la mejor dama joven de nuestras tablas.
¿Y cómo, repetiremos, repito, no oír al viejo vetarro desde la presencia apabullante e inusitadamente joven, impresionantemente hermosa de Carlos Fernández? Hombre para decir las cosas con voz y gesto de varón y la técnica de un actor relevantísimo. Ojo, actores, directores, aguas señores de la fama. Llegó Carlos Fernández, a ver quién le quita lo que trae de grande, de buen muy primer actor mexicano. Aquí, sabe, puede envejecer sin maquillaje, apenas vestido, ante los ojos del mundo, pero ser de esos que andan por la calle en la interrogación de los cien años. Y eso, con su venia, muy pocos lo logran a ojos vistas sin trampear o el truco fácil.
El aplausote para José Luis Ibáñez, tan excelente para enseñar el verso, el movimiento, la mesura, la pasión. Y otro que se lleva Vicente Rojo en ésa medida exacta que él sabe dar para hacer de un trazo y dos maderas una escenografía de palacio o choza, como el caso, choza que el Amor destruye.