El Gallo Ilustrado, El Día
Columna Teatro
Se recomienda: por Urueta y por Ionesco
María Luisa Mendoza
Primero fue, en el Teatro Jesús Urueta, El ruido, mimodrama de Margarita Urueta, la hija del Príncipe de la palabra. El ruido es eso: la sucesiva, dramática, monosilábica pequeña cantidad de ruidos con los que conversan nuestros pobrecitos, nuestros hermanos los más pobres, los que mueren en las montañas de papel, en los terrenos baldíos. Los que pepenan penas.
La clase desposeída en su totalidad tiene una manera de comunicarse apenas inteligible para los demás. Su principal característica es el ahorro de palabras o la substitución de éstas por cloqueos, quejas, murmullos o sonidos inventados, especies de palabras para asentir, denominar, protestar o exclamar.
Margarita Urueta consiguió con una infinita bondad y observación, plasmar en un corto acto todo el impresionante drama de seres, su difícil sobrevivir, su defensión ante el acoso de comerciantes y fariseos, y por fin, detrás de todo ese dolor y amargura: el amor. Margarita hizo un acto de fe y de amor usando la poesía, sacándola del lugar menos impensado. Su mimodrama es una obrita maestra, una joya de conocimientos de inteligente planteamiento, desarrollo y solución.
Allí la mano de Alexandro brilló en ese apogeo que le va siendo familiar y reconocido. Y la escenografía de Luis Urías –montañas de papel, cielo de papel, collage inmenso– merece loas.
A continuación, esa misma noche y en ese mismo teatro, Víctimas del deber, titulado y denominado "seudo-drama" por su autor, Eugenio Ionesco.
Es todo. Obra simbólica, acepta la figura que se desee o se antoje para colocarla como la buscada, la inencontrada[sic]. Tres seres en busca de Dios, de la justicia de la verdad. Tres seres en busca de sus padres, de su pasado, de su crimen, de su mentira, de su pecado. Es como si de pronto nos fuere dado ver en escena lo que pasa en mente de un paciente sicoanalizado durante el largo proceso científico de hurgamiento en el subconsciente... “desciende, desciende más aún”... y aquel ser se encuentra rodeado de lodo, de bajeza, de lágrimas que lo ahogan, y ve de pronto el matrimonio terrible y vengativo, burgués e hipócrita que formaron sus padres, esa unión de odio legislado, y él, el desgraciado que quiere saber... en medio, alimentándose y rezando agresividad paterna...
Para poder expresar esto se necesita un gran autor y un gran director, amén de impecables heroicos actores. En Víctimas del deber los hay. Ionesco, a pesar de proseguir en la vanguardia, de estarse haciendo ya un académico de la misma, de repetirse en momentos, de abusar del simbolismo hasta hacerlo barato, continúa no obstante en una búsqueda apasionada de momentos nuevos, no deja de lado el sentido del humor, la burla de sí mismo (se da el lujo de nombrarse en una escena como el mejor, el que basta y agota, y de hacer mofa del teatro de vanguardia, de codearse fingiendo darle la razón al público harto o dormido que no quiere pensar, hermanándose con él, haciéndolo reír para luego asestarle más graves meditaciones aún), y sigue siendo el dramaturgo de los recursos y de los aciertos. Eugenio Ionesco puede ser acusado de muchas cosas malas o molestas: comercialismo, soberbia, ganas de epatar, pero jamás de estar dormido y sacarle jugo a una sola naranja.
Víctimas del deber es todo, por eso el "seudo" le queda maravilloso en el encastillamiento de categoría, de género. Hay en la obra la representación del sádico, del masoquista, del vicioso del profesionalismo (ese Policía-investigador-analista-científico-confesor-padre-dios-amante).
Y como se optó aquí por el símbolo del análisis; aquel paciente que recuerda, mira pasar su infancia y a sus pies el mundo: los nazis, Hitler, los campos de exterminio, sin darse cuenta le habla al padre y le dice que no lo escuchará jamás mientras el padre contesta continuamente como la más perfecta contradicción e incomunicación. Claro que a aquel padre –ya se dijo– el hijo lo encuentra de pronto como Dios, y a él le habla, le grita, le exige y DIOS no baja su mano ni sus ojos porque es, nada más, un padre que grita y exige desde el subconsciente de un hijo que recuerda algo en el doloroso proceso del sicoanálisis contemporáneo.
Ionesco se da el lujo de llenar su escenario, al final, de tazas. No se puede asegurar si de él o de la atingencia creadora de Alexandro. No importa: en ese terminar repleto y barroco hay dos manos que se saludan, la de Las sillas y la de Víctimas.
Alexandro, director de ambas es como en aquel entonces del estreno de Las sillas, el insólito director, el más pletórico de ideas. Hombre completo de teatro, él sí un investigador incansable, un creador inagotable de nuevas actitudes, vetas o posibilidades, hacedor de actores como ningún otro en México, ahora da su nuevo trabajo. Alexandro siempre llama a trabajar a nuevos valores en todo. Además de Urías, da a conocer a Arnaldo Coen como escenógrafo (decorado regio, suntuoso, de incredibilidad en el costo y de resultados mayores en la hermosura y propiedad, en el funcionamiento. Coen el nuevo decorador que aparece en el teatro mexicano, ya animado por otros pintores que han colaborado en la vanguardia escénica con ideas renovadoras plenas de originalidad).
Y presenta a Héctor Suárez, cómico aparente de la televisión y de plenas facultades en la escena. Suárez aún verde en la palabra, con dicción apenas en el horno, atropellada palabra emotiva, oraciones cortadas o en pedazos, tiene, no obstante, una indudable vocación teatral, proyección, fuerza, talento. Su debut es feliz y aplaudible. Con él, ese tiburón, esa ballena de tablas que es Carlos Ancira, tan siempre digno de una flor, de medalla, de una corona por su vida dedicada, entregada a ese su destino de primerísimo actor. Excelente ahora Bernardette Landrú, con toda su esplendidez María Teresa Rivas, extraordinaria ella, profesional.
Se recomienda. Por Urueta y por Ionesco.