El Gallo Ilustrado, El Día
Columna Teatro
Los tres mejores autores teatrales de 1964
María Luisa Mendoza
De las obras mexicanas estrenadas en el año que estira la pata sin crecer –como lo haría si fuera Amadeo ionesquiano– tres merecen sobre todas y dignísimamente, estar entre las mejores, y con ello, fenómeno de lógica teatral, agrupamiento coronario año a año, formar la dichosa terna que medio desvela a los desvelados actores y medio conmociona un medio que habría que ponerle una bomba atómica para que deveras sintiera algo. Porque el “ambiente” –como lo denominan sus integrantes al mundillo de contratos, pláticas de café y mil desavenencias más en los que viven– es increíble en cuanto a mezquindad y lengua viperina, en cuanto a indolencia social y política, en cuanto a generoso estrechar de manos y reconocimiento de méritos, al mexicano, al español, que son los que más abundan en las tablas mexicanas.
Olímpica, de Héctor Azar cuyos escarpados picos de gloria han sido levemente exonerados por un terceto crítico y en su diferencia ungidos de resonador laurel y agradecimiento por los otros más, entre los que se cuenta quien esto escribe, honradísima de postrarse ante las magnificencias de esa montaña mágica de nuestro teatro mexicano que es Olímpica.
El medio pelo, comedia mexicanísima, de habilidades dramáticas en pleno remojo de día de fiesta, colorida y gentil, con todos los sabores de tierra adentro que nos pertenece, y un señorío en la palabra a cargo de su autor celayense Antonio González Caballero.
Doce y una, trece. Escrita en la farsa y la ironía venenosa, en la burla vanguardista que es algo así como hacer cuernos en francés pero todo mundo entendiéndolos. Obra de Juan García Ponce y a la que hay que señalar con toda clase de energías para que los críticos autorizados –los de la agrupación anual ya muy mermada por renuncias autorizadas y que da el valioso premio Juan Ruiz de Alarcón a la Obra relevante de doce meses– no vayan olvidarla porque, como Olímpica, es según ellos “experimental”...
Estamos en el mejor momento de la discusión, cuando va a ocurrir. Por eso ahora es el grito de batalla, la ascensión a la cima y la toma del castillo. Urge una elasticidad contemporánea y efectiva para los juicios teatrales. Ya no se puede estar considerando profesional a un teatro de redondos buches y diálogos de Paso que cobra doce pesos y eso lo inmuniza de la talentosa infección llamada experimental y que da, en maduros frutos muestras de grandeza tal como Olímpica para citar al candidato de esta columna, ganador absoluto de bellezas en 1964 y veinte años a la redonda. Olímpica es representada por miembros que estudian –y esto no es en desdoro de ellos, ya quisieran muchos de nuestros consagraditos saber dos lecciones siquiera, o renovarlas– en el Centro Universitario de Teatro. Fue dirigida por Juan Ibáñez, ¿tampoco profesional porque no posee repartos con la Guilmain, Rambal o Lucha Núñez?–. Estenografiada por Benjamín Villanueva –que claro que no Julio Prieto, ni Mancera ni Antón– Y con la música perfecta de Mariano Balleste –a quien el Seguro Social: ni un lazo.
¿Que va a pasar este año pues con el premiadero?... ¿Se le dará un premio de consolación a Olímpica?... Porque para Ruiz de Alarcón desde aquí, si se pudiera, votamos por la otorgación. Y para el mejor director allí está Juan Ibáñez. Y así hasta el final.
¿Y con Alfonso Arau en Locuras felices… ¿El mejor actor?... ¿El mejor hombre orquesta?... ¿Qué?
Y claro que en las direcciones siguen Gurrola: El medio pelo; Alexandro por El diario de un loco, de Gogol, y Locuras felices. Rafael López Miarnau por Después de la caída, de Miller. Sin olvidar a Víctor Moya que en cuarteto cierra las posibilidades.
Pero en fin... Esto ha sido el teatro del añito (¡adiós año atarantado!). Habrá qué ver las injusticias que se preparan. ¿Autorizarán los autorizados autorizar autoridades? Por lo pronto, sin autoridad ya autoricé mi deslumbradora terna de escritores nacidos en la superficie del maíz.