FICHA TÉCNICA



Título obra Olímpica

Autoría Héctor Azar

Dirección Juan Ibáñez

Elenco Marta Zavaleta, Leticia Gómez, María del Carmen Farías, Rosa Furman, Beatriz Baz, González Baz, Magda Vizcaino, Gilberto Pérez Gallardo, Ignacio Sotelo, Gastón Melo, Jesús Calderón, Virgilio Leos, Marisela Olvera, Humberto Enríquez, Fernando Delie, Elizabeth Montaut, Mirna Kora López

Escenografía Benjamín Villanueva




Cómo citar Mendoza, María Luisa. "La soberbia Olímpica de Héctor Azar". El Día, 1964. Reseña Histórica del Teatro en México 2.0-2.1. Sistema de información de la crítica teatral, <criticateatral2021.org>



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El Gallo Ilustrado, El Día

Columna Teatro

La soberbia Olímpica de Héctor Azar

María Luisa Mendoza

“Cada que escucho esa música se me interna la tristeza...”
Libitina, de Azar.

Héctor Azar ha escrito una obra capital en el teatro de México. En el teatro de habla hispana. Olímpica. Obra maestra en la que el sucederse de las frustraciones de cada personaje infinitamente mexicano y universal, forman un concierto de perfección en la letra de belleza absoluta, fruto vivo y jugoso, óptimo e incomparable de una madurez dramática pocas veces vista y oída, casi nunca experimentada, ganada a pulso y sangre por el joven consumado autor atlixquense.

Héctor Azar ha dado a su patria, con Olímpica, la primacía en el teatro contemporáneo, de vanguardia, de poesía, de prosa, de realidad y de cálidas estremecedoras situaciones oníricas que juegan aquí, en la escena, como la viva y espléndida verificación del subconsciente del hombre, sacado del fondo del abismo para ratificar posiciones o rectificarlas en doloroso subrayar de interioridades.

Olímpica es el acontecimiento mayor del drama de los dramaturgos que hablan español y principalmente de los de casa, que mueren porque no viven en lastimosas heroicas repeticiones de lugares comunes, ajenos al medio, a la atmósfera íntima de sus contemporáneos. Azar, ayudado por las poderosas prácticas analíticas ha podido no digamos de un plumazo que sería la gran mentira, alcanzar la sumersión en lo trascendente del carácter mexicano y pintarlo en alegres y obscuros colores, apresarlo para el arte en sus tipos olímpicos verdaderamente. La estructura de su obra sobrepasa cualquier otro intento de vanguardismo en el teatro de hoy, porque barroca y extremadamente difícil, gana no obstante la batalla de la claridad y la lógica uniendo la palabra de la lengua con la palabra del alma. Despiadado Azar no perdona a ninguno de los suyos más que con la misericordia de Dios. Su contrapunto creativo asombra al observar la minuciosidad de los caracteres con la rotunda verdad de los mismos, su realidad pues, platicada, gritada, cantada en nuestro idioma más exacto que es el diálogo del pueblo, del más despojado y del más abandonado, del que siempre pierde porque así nació y así lo ha escogido en el acto estremecedor de uso libertario. Hombres condenados por sí mismos a la desolación “la forma más exaltada de la soledad”. Con imponderable hambre de amor perdidos en “la poema” de las canciones populares, en “la trastorna” de un mundo hostil al que viven agarrados materialmente sin salida, para siempre, como aquellos héroes griegos que nutrieron la academia de Azar junto con el provincialismo de su natalidad, la religión heredada y sufrida, y el codeo agresivo de su propio tiempo vivido.

Olímpica sobrepasa cualquier esperanza del observador teatral: es la plenitud, eso que los hombres llaman plenitud. Es el amor en sus millones de texturas y colores. Es también la simplicidad mágica del arte barroco y laberíntico, tan al final de cuentas natural. Sus mujeres heridas de soledad –muertas sin fin–, sus hombres castrados, sus limosneros sapientísimos e impotentes –coro griego sentado a la puerta de una de las iglesias que encajonan la placita al lado norte de la Alameda Central, donde antes se hacían las coronas funerarias con la asiduidad del amor de paga, y de la curación gratuita a las mujeres “malas”. Olímpica no podrá ser explicada en sus partes más nobles ahora, después de ese análisis asombroso que los mismos actores hicieron para el Seminario de Psicoanálisis de Personajes que dirige el doctor Víctor Manuel Aiza en el Centro Universitario de Teatro y que nuestro GALLO publicó la semana pasada. Además de actores primordiales Beatriz Baz, Marta Zavaleta, Rosa Furman, Gilberto Pérez Gallardo y Gastón Melo resultaron alumnos espléndidos en esa materia nueva que es la disección del espíritu.

Por primera vez “la resulta” de tantos conocimientos de vida, en un hombre, dan esa gran obra de arte que es Olímpica, hecho insólito en México, lugar transparente que no se abre a la claridad en el teatro, que nada en la superficie o que vuela apenas sobre las olas sin ascender como las águilas que habitan en los adentros de Héctor Azar. Y desde luego que Olímpica no sería lo que es de impecabilidad si a su verano hubiera estado el director Juan Ibáñez. El trabajo suyo intachable en su mejor buena ley, el segundo paso a la primacía, el asentamiento de la inteligencia y el talento después de su dirección ganando en Nancy, Francia, de Divinas Palabras.

Juan Ibáñez no vacila un instante en el rebordado de tan complicada trama, la afrenta y la gana, le da la cara con sus armas de frescura y plenitud. Con luces sin par, selectivas, generales, suaves y fuertes de sol, va siguiendo paso a paso el ocurrir en una partitura de exactitudes; de su dirección podría decirse que es musical y matemática haciendo a un lado lo deslumbrador de hallazgos y hermosura inacabable. Atrapa los ruidos: el plac plac de la pelota que es el mundo y que es también el “echarse la pelota” de héroe a héroe, de niño a prostituta y viceversa. El tras tras de los pies de una criatura brincando a la reata, el clin clin del balero que un chiquillo insiste en apuñalear. Da, con increíble conocimiento del teatro y de la psicología, un telón de segundo acto tan redondo que aparentemente corona en clímax, como un antefinal, un plazo inesperado, un silencio en la tormenta, para luego ya en el tercer acto atar los cabos que aparentemente estaban unidos, remachar cerraduras y dejar atrás aquel asoleadero de aquella “olímpica ilusión de amor”, y del Olimpo sacar el mismito infierno. Anticlímax prodigioso.

Obra. Dirección. Y a esto la música de Mariano Bailesté, entrelazada de populares aires y propias versiones para envolver en la dichosa malla de oro la singular preciosa escenografía también originalísima –collage de fotografías del lugar auténtico de la acción, con pintura, agregados sólidos: busto, cabecera de cama, escalera, santos, balcón, etc.– de Benjamín Villanueva.

Y actuaciones. ¿Qué decir de tantas y tan cruelmente insoportablemente paradigmaticas? Esos tres divinos esperpentos de locura: Marta Zavaleta, Leticia Gómez, María del Carmen Farías. ¡Rosa Furman: soberbia actriz, asombrosa bella extraña! Beatriz Baz, impar debutante Clitemnestra madre de Eddy Pons, romántica, grotesca infantil abandonada. La Casi-Niña González Baz otra vez dando su purísima pureza. ¡Magda Vizcaino la Sobrevals que se va. Gilberto Pérez Gallardo el Eddy que se desangra como los mejores linajes. Ignacio Sotelo, Gastón Melo, Jesús Calderón, Atridas de mendrugo, paridores de la verdad, contempladores inermes. Virgilio Leos, Marisela Olvera, Humberto Enríquez, Fernando Delie, Elizabeth Montaut, Mirna Kora López... y esos etcéteras que roba el espacio.

La mejor obra del año, de muchos años. Lo mejor en todo el teatro de México. Lo único.