El Gallo Ilustrado, El Día
Columna Teatro
La pantomima y el humor de Fialka
María Luisa Mendoza
El público mexicano ama la pantomima principalmente por un gran mimo que la trajo en la plenitud de su arte enharinado: Marcel Marceau. Ya antes había visto a Jean Louis Barrault, primero en cine (aquellos Hijos del paraíso que no se pueden olvidar por ningún motivo, ni por Barrault ni porque a algunos los aburrieron mortalmente) y luego con su compañía que tanto y tanto hizo en el foro de Bellas Artes dando la gran lección de teatro deveras. No obstante este antecedente el público se entregó a Marceau como si él le revelara el mundo de la pantomima. Marceau ha sido para nosotros el más alto símbolo de la ternura sin palabras, casi sin música, él solo en el escenario al que recordándolo vuelve a hacer el milagro de llenar de personajes. Marceau, convertido en el ángel blanco que se llama Bip y destroza flores y tiene enrejado el corazón es único, y por eso cuando llegó hace unos pocos años otro mimo –cuyo nombre se escapa, judío él– y que tenía como toque glorioso ser el iniciado de un festival de pantomima en Alemania –si la memoria no da la lata–, no hizo historia, y quedó nada más como un buen imitador ¡claro que de Marceau!
Hoy la pantomima es el contexto más diáfano del teatro, la filosofía de éste –por llamarlo así–, el esqueleto radiografiado, la estructura sin recubrir con vestuario y palabrería. Teatro. Es el ancla que lleva hacia atrás, hacia la Comedia Italiana, hacia el melancólico pierrot de las calles venecianas –siempre sin Colombina– que juguetea, ese mimo privilegiado en tristezas, dando vueltas a la pista de los circos del mundo. Siempre pintarrajeado pero jamás eximido de la pena de penar.
El Teatro de Pantomima de Praga, iniciado en 1958 por Ladislao Fialka, es uno de los célebres en el mundo por sus perfecciones, su sentido contemporáneo, su ritmo que es vital y continuo como arteria que late. Ha venido a México y con él ha sido develado el misterio de su fama: la intrascendencia misma, el infantil modo de volver infantiles a los espectadores. La pantomima checoslovaca realiza el milagro de tornar a los hombres puros y hacerlos gozar intensamente con pequeños toques de humor y de ternura. Es la compañía en sí la valerosa, la que merece el aplauso a tal homogeneidad y labor en conjunto. Es la eliminación uno de los mayores aciertos: luces selectivas casi milagrosas, rápidas, astutas para deslumbrar y luego de lo obscuro dejar ver sólo una mano, un rostro. Luces que se unen a la magnífica selección musical que tienen toda la primera parte del espectáculo literalmente corriendo como en un hipódromo.
Pero si la virtud de los dieciséis mimos de Fialka es impecable en esa parte primera, en cambio, la segunda cae en el error de querer profundizar, de olvidarse del juego para ser mensaje, sin lograrlo. Porque Marceau podía muy bien resbalar hasta el borde de lo cursi sin mancharse, y Fialka abre su temperamento hasta terminar números pantomímicos "serios" con toques casi melodramáticos pero de mala factura. Fialka es el sorprendido novio de Las Cariátides, Fialka es el hombre que va en el parque y se siente solo, Fialka es el piano, y la máquina de escribir y el mago, y los equilibristas, y los caballitos y el torero. Aunque vivan sus pantomimas otros, él está en todo, Fialka en cambio yerra –y analizar esto sería muy largo de espacio y paciencia– en su duelo en las tinieblas, porque lo ata con la danza y ésta exige mayor movimiento.., y no lo tiene, puesto que aunque los mimos son danzarines, atletas, etcétera, no son sólo bailarines y allí, ese número sobre todo los exigía. Fialka hace, dibuja en movimientos, la vida del árbol y no atrapa entera la atención, como se queda en la mitad del camino con la vida del hombre, que Marceau también realizaba. Fialka pues debe hacer reír, hacerlo a uno y a otro niños, esa es su veta y no debe despreciarla porque es en ella soberbio.
Así pues Fialka, en sus tres funciones, fue un acontecimiento. Aplaudido y comparado con el más grande mimo. Para los teatrofilos fue un buen pretexto para comprobar lo acertado y magnífico en pantomima que es Alexandro, el ayudante de Marceau que se quedó entre nosotros como maestro y ha dado una verdadera generación de mimos mexicanos.