El Gallo Ilustrado, El Día
Columna Teatro
Shangri-la de las Hermanitas Blanch
María Luisa Mendoza
Perro que ladra no muerde creen las consejas y no es cierto. Por lo menos en teatro ocurre frecuentemente que el perrurre ladrón un día arranca la mano por señalona, o clave los dientes en el cachete que está infladito silbando, todo en carne propia de la crítica, para que ésta no ande azuzando a los chuchos impunemente. La bendita crítica de cada día dánosla hoy y que ha servido para un barrido y para un fregado y que pronosticó una era de estulticia en las tablas –paja en el ojo ajeno– y que peleó –una parte encarnizadamente y otra dando zarpacitos defendiendo el hueso perrero– en contra de aquel viejo y remendado teatro de la Casa de la Risa que las hermanitas Blanch –uña rosa y carne blanca– daban a sus abonados semanalmente cambiando de astracán con la frecuencia que Dios manda.
Hay que hacer aquí una salvedad oportuna –como el perraco que olisquea los postes minuciosamente– que es defender después de todo a las hermanitas Blanch de ayer, que mal que bien cumplían con una misión chabacana y chirle de su tiempo (¿hace treintaicinco años?). Un tiempo lleno de señores estúpidos que no se decidían a salir del teatro de sus padres ¡figúrense! porque eso era lo decente con todo y Revolución. Las Blanch iban pues de acuerdo con la moral de Madrid y apenas uno que otro se levantaba para gritarles que había otros autores en Europa, o Norteamérica, como O'Neill que tradujo Salvador Novo, Lenormand traducido por Celestino Gorostiza, etc. Entonces Isabela Corona debuta como actriz, Xavier Villaurrutia dirige; Montenegro, Rodríguez, Lozano y Julio Castelanos se lanzan a hacer escenografías corpóreas dándole mate a los decorados con telones pintados en perspectiva. Eran pues el grupo Ulises, luego el Orientación, el de la Universidad etc. Los cruzados contra las comedietas, los primeros guerreros que al correr del tiempo parecían haber triunfado sobre la estulticia.
Llegó un momento en México en que se creyó todo había terminado, que aquel teatro ramplón era ya ceniza, polvo de otro lodo, recuerdo puro, y que la hazaña de los mexicanos por asomar aquí el teatro del mundo había cristalizado. El perro que ladraba ya no mordía.
Pero estamos en otro escenario: cambio de luces y funciones de noche porque las de moda pasaron de moda. En pleno año del 64 después de Cristo sube el telón nuevamente. Un telón que apenas oculta lo que atrás se va a desarrollar: el trabajo más o menos homogéneo de una compañía que está al servicio de la vejez, de la antigüedad, de un conformismo escénico increíble en las fechas del calendario que se vive. Los Hermanos Alvarez Quintero servidos a la orden del día. Muñoz Seca muy serio otra vez para gloria de los caducos.
A todo esto hay que añadir el apogeo de los señores Paso, padre e hijo, hijos del pueblo de Madrid, que han inundado los toros con sus obras, obra tras obra, y que aquí no hay grupo que se sienta grupo que no ponga una piececita suya para que vuelvan aquellos apartes y ceceos de las benditas Blanch.
Algo grave es el advenimiento de estos dramaturgos arrugados y comunes, decentes y digestivos. El teatro mexicano tiene ya un público ganado en la lid que los de ayer nos dieron, todos Ulises deveras. Y el resultado es la vuelta de la tuerca, otra vez el dramón y lo que es peor y hace comprensible este anacronismo, este doloroso desenlace: la buena ganancia en taquilla. Ahora las compañías ponen Pasos y Quinteritos porque esto les reditúa. ¿Nombres? Todos los saben, hay tres, cuatro serios conjuntos que viven de la producción española cubre todo si es cuarentona, de los churros –que les dicen en cine–, y que para las tablas deberían llamarse paellas (paellas y paellos).
Se empieza a cuajar la leche, a hacer yogur agrio y buenísimo para las convalecencias de tifoidea. Se hace ácido lo blanco de tan inocente y se inicia, señores, la decadencia, la gran decadencia con coche último modelo, el dar gracias a San Alfonso Paso por los milagros recibidos. La crisis teatral con lo superelefanticio en las producciones del Seguro Social, el iberitismo en los dominios de Rambal, Fábregas, e imitadores. El ostracismo de la vanguardia reducida a locales pequeñísimos y que o cobran menos o no cobran la entrada. Y para terminar, el inútil sacrificio, la marchita ofrenda a la inteligencia de aquellos precursores que hoy no entenderán –si viven o mueren– lo que está volviendo a ocurrir con tantos ladridos.