El Gallo Ilustrado, El Día
Columna Teatro
La recuperación de Shakespeare y de Richard Burton en Nueva York
María Luisa Mendoza
Richard Burton le entró la ventolera del amor y se fue de narices, comprometiendo una fama de excelencias conquistada en el escenario más rígido y estirado de Inglaterra. Richard Burton se volvió así de pronto el galán de fulanita y su celebridad se vio opacada porque todos empezaron a decir que cómo era posible que un intérprete shakesperiano se conformara, en lugar de la Ofelia de los desmayos y la Julieta de los balcones, con una dama bien aplaudida, panzoncita y con un muestrario encantador de hijos de diferentes razas, nacionalidades y padres fecundos. Richard Burton, con la pasión enrollada en el cuerpo y saliéndole en bufidos bestiales, que demostraba gratuitamente en aeropuertos tumultuosos, empezó a ser nada más, ya se sabe, un galancete.
Nada más que antes de estas escenas regocijadoras Burton fue el más grande actor joven de Inglaterra y se le consideró como el seguro sucesor de los Sires, Gielguds y Olivier. Nada más que después Burton probó en Canadá y luego en Nueva York que a él le hacen los mandados los chismes y las mortificaciones y que sigue siendo formidable en las tablas. Nadie que lo haya visto y escuchado en más de una escena vuelve a mirarlo y a oírlo como el marido de la Taylor, si es que ese primer sambenito los llevó ante el actor.
Hamlet
Uno, en la Iberoamérica de los pecados, conoce muy pocos hamlets aunque haya muchos snobs que digan lo contrario. El más famoso que se nos sirvió era el hermoso y entelerido de Jean Louis Barrault cuya puesta en escena, catedralicia: piernas, bambalinas, rompimientos, puras decoraciones sugeridas que bajaban del telar en oscuro terciopelo, en gris, en negro, puede considerarse cómo histórica. Pero Barrault era Hamlet con la neurosis clásica del autor, demasiado comprometida en el sexo, pero en el que pasa de Edipo en lo que usted ya sabe. De los otros hamletes es mejor no acordarse.
Por eso cuando se presencia, se enfrenta, se abraza, se sufre y se realiza el Hamlet que hace Richard Burton en Nueva York, todo lo demás queda guardado en cajones esenciales de clasificación para que este príncipe de Dinamarca, novísimo, de pantalón negro y blusa igual, ese hombre de nuestro tiempo, cercano, con la locura que uno puede adquirir tan lógica, tan dolorosa, tan colérica, tan vengativa, para que este Hamlet, ya se dijo, sea el distinto.
Burton es Hamlet con mocasines. Burton es Hamlet con cólera y perfecto idioma, que sabe manejar en la demostración más asombrosa e inusitada de calidades, altas, bajas, musitadas. La voz de Burton es tan poderosa en técnicas, como su dominio regio del cuerpo al que hace trabajar de continuo. Burton es la grandeza y la superioridad del gran actor contemporáneo del mejor teatro del mundo.
Pero Burton también, tuvo de su parte a la suerte (¡así qué chiste!, dirán algunos) porque fue dirigido por otro Hamlet famoso en años cercanos, por John Gielgud. A este Gielgud de marras ¡señores! el respeto más respetuoso. Gielgud, cuya voz es la del fantasma que en escena nada más sombrea el fondo, pero que asombra cada instante presente en una dirección que es ante todo perfecta y que ondea por una modernidad, una vanguardia mejor dicho, inesperada. Lo menos que se puede decir del trabajo del genial actor y director es que su característica es el buen gusto. Pero la innovación, el interés que se nota por ser distinta. Los actores con ropa informal, como la que llevaba el público. La reina, supliendo la capa con el abrigo de pieles en los hombros. Las paredes de tapices, en la recámara real; vestidos de actores colgados en tubos. La tumba: una mesa volteada con las patas hacia el sepulturero. Sólo los cómicos llevan maquillaje y disfraz. Sólo Gertrudis y Ofelia falda larga que las aleja un poco del momento tan común que se vive en escena y en butaquería.
Y si Richard Burton está eminente formidable, sin admitir comparación alguna, único entre los excepcionales, también sus compañeros son antológicos como actores shakesperianos. Empezando por el Polonio que es Hume Cronyn, un perfil de carácter que barre en virtuosismo interpretativo. Y siguiendo ¡cómo diablos no! con el Horacio de Robert Milli, el Laertes de John Cullum, la Ofelia de Linda Marsh, la Gertrudis de Eileen Herlie..., etc.
Aquí una vez más se comprueba que el teatro no solamente se hace con talento. Aquí es deslumbradora la homogeneidad lo igual que están todos y lo mucho que entendieron al autor. Es evidente el tiempo de estudio, la preparación, la seriedad, pues, de la que hacen gala. No se lanzan como en este México de los pecados, a hacer Hamlet con tres semanas y sin saber quién es quién. Claro que se alegará el dinero de que disponen y demás, pero sea como sea, ellos sí saben hacer teatro del de Avon, aunque no lo vistan con milimétrica exactitud de copiador florentino, aunque se suponga que se le falta al respeto. Nunca Shakespeare, por estos actores de Gielgud, llega a ser aburrido, ininteligible. Porque con él hay Hamlet, pero también existen todos los demás personajes intocables.