Revista de la Universidad
Columna Teatro
El gesticulador de Rodolfo Usigli en el Teatro del Bosque
Jorge Ibargüengoitia
"Las buenas Intenciones" dice la conocida intelectual mexicana Nita von Paulus, “no bastan”.
La obra en cuestión tiene una historia tan larga, tan triste y tan azarosa como la de su protagonista: fue escrita en 1938, pedida para una temporada de teatro municipal en Bellas Artes en 1940, estuvo dando vueltas en manos de diferentes funcionarios hasta 1947, en que estrenada; traducida del español al inglés por un francés, fue puesta en un pequeño teatro de Moylan, Penn, y estuvo a punto de llegar a Broadway; a punto solamente, pues los críticos, entre ellos Eiric Bentley, dijeron, quizá con razón que la traducción era mala, y sin razón, que la pieza era una fantasía a la manera pirandelliana; más tarde una compañía francesa quiso comprar los derechos para llevarla al cine, pero las pláticas se vinieron al suelo cuando Usigli se enteró de que se trataba de hacer una versión cómica para Fernandel; el año pasado fue estrenada en México, con otro título, una película "inspirada" en El gesticulador, que desapareció en ocho días; y ahora, por fin, fue repuesta en el teatro del Bosque gracias a las buenas intenciones a que ya hice mención.
Lo más extraño del caso es que la obra, a los veintitrés años, sigue teniendo vigencia, y es que como dice el autor en su Ensayo sobre la actualidad de la poesía dramática: “…lo que se repite no son precisamente los comentarios, sino los hechos que los originan.” Y el diputado Salinas, con sus comisiones, el presidente municipal con sus mangoneos, el compañero Estrella con sus discursos, y el profesor universitario con sus cuatro pesos diarios, que parecen haber pasado a la historia, y el mismo profesor americano; dispuesto a pagar la verdad en dólares, pero la verdad que a él le da la gana creer, siguen teniendo vida y actualidad, como los personajes de la Comedia del’Arte", gracias a cincuenta años de Revolución, y no sé cuántos de turismo y desinterés científico. Otra es la suerte, en cambio, de las relaciones entre los diferentes miembros de la familia de César Rubio, que se tratan entre sí como lo hacían los de las familias teatrales de la época, y ahora nos parece algo inverosímil que un jovencito universitario que se entera del fraudazo que está haciendo su padre, y de lo bien que le está saliendo, se ponga a reclamar la verdad, pues ya todos sabemos que de la verdad lo menos posible, y cuando no hay más remedio. Lo mismo ocurre con Elena, que es una abnegada mujer mexicana en el peor sentido de la palabra, y por consiguiente no puede decirle a su hijo: “Comprendo que te llevaba todavía en mí, que seguías en mi vientre, y que de pronto te arrancas de él”, sin peligro de que se le venga la casa encima. Por lo demás, la obra está escrita con un cariño, con un oficio, y con una economía de medios, que ha resistido los años extraordinariamente bien, lo que resulta más meritorio si se tiene en cuenta que fue escrita en una época cuya producción dramática mundial, se ha ido a la basura casi en su totalidad, lo que puede comprobarse fácilmente recurriendo a La Petite llustration. Con todo, la actualidad más importante del Gesticulador consiste en ser uno de esos rarísimos casos en que alguien ha dicho en México una verdad política sin histeria.
La pobreza de la puesta en escena, que es muy grande, resulta más triste e inexplicable, cuando la vemos coincidir con la llegada de las laureadas Alas del pez al Fábregas. La pobreza no sólo es material, sino de imaginación: la casa de César Rubio, dicen las indicaciones para decorado, es tan pobre que ni siquiera es de adobe, sino de madera, y al abrirse el telón, nos encontramos con una construcción de tablones que sería barata en la Selva Negra, mientras que por una ventana puede verse el desierto y un cactus, y por la otra, un cerco de tablas como los que hay en los traspatios de los barrios pobres de Springfield; en primer término a la derecha, un grabado que representa al "Bismarck" recibiendo un impacto en la proa, y a la izquierda, en vez de los muebles de tule especificados, un "pullman" color vino, etc. Todo esto no sería tan malo si no fuera porque las tablas no parecen tablas, ni el cactus, cactus ni el desierto, desierto.
Luis Aragón, que interpretó el papel de César Rubio la noche, que yo asistí, demostró ser mucho mejor actor que director, y junto con Javier Massé, a cuyo cargo estuvo el papel del profesor Bolton, destaca del resto del reparto. Los actores que interpretaron la familia de César Rubio, librados a sus propios medios, se dedicaron a quejarse y a lloriquear en dúos y tríos, dándole a la obra lo que nunca debiera tener, que es "pathos"; luego aparecen los diputados, con vestuario de "western" mexicano, unos demasiado bigotones, y otros demasiado rasurados para diputados; el compañero Estrella, con un color de piel que sólo puede ser producto de treinta años de vida draculense, no podría, aunque tratara, parecer otra cosa que actor a la española; y por último, Miguel Ángel Ferriz, en el siniestro general Navarro, que apenas se pone un sombrero tejano, se revela como un buen señor, incapaz de hacerle daño a nadie.
Éste es, a grandes rasgos, el resultado de las buenas intenciones que animaron a la ANDA a poner en escena la obra más importante que se ha escrito en México.
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Becket o El honor de Dios de Jean Anohuil en el Teatro Xola
El Patronato para la operación de Teatros del IMSS anuncia que el repertorio del presente año consiste en Becket de Anouilh, Yocasta o casi de Novo, Edipo Rey de Sófocles, Corona de fuego de Usigli, Santa Juana de Shaw y Cyrano de Rostand. Aparte de la inclusión de dos obras mexicanas, los derroteros del Patronato no se modifican grandemente. Hay variedad, y tanta, que si se juntaran los autores de las seis obras en un cuarto cerrado, se despedazarían antes de media hora. Según parece, no se trata de hacer teatro de vanguardia, pero tampoco teatro de gran público. Los autores son prestigiados, las obras conocidas, y la producción incosteable para cualquiera que no sea la organización más fuerte de nuestro país.
Según parece, Anouilh se ha dedicado a últimas fechas a rehacer los temas usados por los dramaturgos ingleses, y ya lleva dos títulos en su martirologio. Como buen católico, ni cree en la santidad, ni le preocupa, y con su formidable instinto teatral, ha logrado en Becket una especie de océano que no significa nada. Esta particularidad, unida a la del esprit francés que sólo puede disfrutarse en francés, y que desaparece como por encanto con sólo vertirse en otra lengua deja en la obra poco que no sea el espectáculo.
La puesta del Xola es un alarde de recursos técnicos; el disco, los carros, el telar entran en funciones a cada momento, para efectuar los veinte cambio de escena que se requieren, durante los oscuros hay trompetazos, coros eclesiásticos y música medioeval para cubrir las regurgitaciones de la tramoya, Erna Martha Bauman canta, mejor de lo que todos esperábamos, una cancioncita acompañándose de un laúd, y por fin, durante los últimos dos cuadros se escuchan estruendosos, los latidos de un corazón con taquicardia; por otra parte, los gobelinos, las columnas góticas, los bosques umbríos de Inglaterra, las verdes praderas de Francia, se van sucediendo uno tras otro, hasta terminar en un cordón con borlas en donde se nota la mano recia de José Solé.
Uno de los grandes aciertos de los productores de la obra es haber sabido escoger las segundas figuras por su tipo, y nos presentan, fenómeno rarísimo en México, barones que parecen barones, obispos que parecen obispos, y damas que parecen damas, etc. Desgraciada mente no ocurre lo mismo con las primeras figuras, pues el papel de Becket estuvo a cargo de Sergio de Bustamante, que de todo el santoral sólo podría encarnar plausiblemente a San Antonio de Padua.
Como todas las obras de Anouilh, ésta requiere una dirección sapientísima que conserve la unidad de tono, que nunca ha sido el fuerte de Retes, y quien en esta ocasión se encontró ante una tarea imposible de lograr con un rubio platino desgañitándose en escena durante las tres horas que dura la representación. No es la falta de tono el único defecto de la dirección, que de repente incurre en descuidos notables: basta con que el texto diga: "Estamos solos en la catedral", para que aparezca un fraile en el centro del escenario oyendo lo que no debiera oír, o en otro momento en que están los barones frente a la tienda de campaña del rey tratando de comerse un pollo de hule, y lo hacen con tan mala educación, que lo hacen botar por el foro, o en otro más en que el rey le dice a su hijo: "toma esta carne," y le da un pedazo de pan negro, etc.
Otras cosas, sin ser descuido, son desconcertantes, como el hecho de que a pesar de que transcurren quince años entre el principio y el fin de la obra, todos los personajes se conserven muy bien, menos Becket, que apenas se hace obispo encanece, adelgaza y se le hunden los ojos, y se queda uno pensando si estos estragos son de la edad, o una insinuación de que a Becket la vida monjil le sienta como una piedra.