Siempre!
| 24 de diciembre de 1969
Columna Teatro
Incendiarios de Max Frisch, dirige Ignacio Retes
Rafael Solana
Por fin se ha reestrenado Los incendiarios, la obra del suizo Max Frisch que se quedó anunciada en un teatro de por el rumbo de Tlatelolco(1) y después en el del Músico, lo que creó en torno de ella una cierta expectación, tal vez exagerada.
Se trata de una pieza muy confusa, muy difícil de entender. Al que diga que ya la entendió, habrá que contestarle: “mientes Fabio, que el mismo que la escribe no la entiende”.
Se podría tener la impresión, a primera vista, de que es una obra nazi, fascista, o por lo menos macartista; pero entonces recuerda uno otra del mismo Frisch, Andorra, que es francamente antinazi.
Sí, nazi, o macartista, porque su mensaje parece ser el siguiente: son unos estúpidos los que dejan que las cosas crezcan; a la menor sospecha, al primer síntoma, hay que tener el talento y la decisión de aplastar la oposición, no sea que crezca, y que se convierta en un siniestro.
Una obra que denuncia la caballerosidad, la buena fe, la serenidad, la tolerancia, y las llama “estupidez” con todas sus letras, no podría tener nuestras simpatías. Nos parecería una obra amarillista e hipócrita. Y pensamos que peor que morir en un incendio es morirse de miedo de morir en un incendio. En todo caso es más elegante ser víctima que vivir aterrorizado y viendo cada noche debajo de la cama en busca de asesinos e incendiarios. Y duele que a esa confianza y a ese optimismo se les califique de estúpidos.
Pero... ¿hasta dónde puede tomarse en serio una interpretación semejante de la obra? ¿Hasta dónde llega la ironía del autor, que presenta las cosas solamente como para reírse de ellas? ¿Qué es lo que piensa en realidad, y propugna, y qué es lo que ridiculiza y denuncia?
Al que diga que ya entendió y que ya sabe... mientes, Fabio.
Hubo en México quien creyera que la obra es incendiaria por sí misma (cierto que los invitados de la primera noche ensuciaron con letreros los sanitarios del teatro, como no hacen los espectadores de otras obras; si lo es, darle el teatro ha sido entregarle los cerillos que le hacían falta para provocar su incendio; pero no lo creemos así. Más estúpidos nos han parecido los incendiarios mismos que el bonachón burgués a quien hacen su víctima. Pero nos asalta la duda; ¿es realmente bonachón el burgués? ¿simpatiza con él el autor? ¿No son los incendiarios unos vengadores, un fantasma de Banquo, encargados de castigar por sus culpas al gordo industrial, hombre de la clase media?
Eso tiene la obra, que lo deja a uno pensando qué será, qué significará, qué habrá querido decir.
Ya la habíamos visto antes, por cierto muy bien dirigida por Fernando Wagner y muy bien actuada por Farnesio de Bernal, Javier Marc y otros buenos artistas; pero ahora que la vemos por segunda vez nos quedamos tan perplejos como antes. Y seguramente así nos quedaremos la tercera vez, y la cuarta.
Aconsejamos una cosa a nuestros lectores: no quebrarse la cabeza tratando de entender lo que está deliberadamente escrito para que no lo entienda nadie; para que nada más inquiete, incomode, pero no aclare ni explique nada. Cada quien que entienda lo que mejor le parezca.
Tomémosla como una mera obra de arte, como una función teatral; y por este lado es magnífica; bien construida, la pieza interesa intensamente, mantiene al espectador con la vista clavada en la escena, está dialogada con vivacidad, tiene frases cuya ironía se alcanza, otras cuya intención nada más se adivina, o se intuye. Es en todo momento una sátira cruel, feroz, acerada; lo que no se sabe casi nunca es contra quién. Una pincelada magistral, el retrato del intelectual, ese profesor de filosofía que ayuda a meter la gasolina del incendio en la casa, y que luego se lava las manos con un papel de protesta, que no escucha nadie y que no tiene sentido alguno.
La escenografía de Félida Medina es muy buena, sin igualar la de Los albañiles, aunque en un estilo bastante semejante. La dirección de Ignacio Retes, soberbia, por lo que hace a movimientos escénicos, a tonos, a distribución de áreas, y también a sostenimiento de la nebulosidad, del equívoco de la significación de la pieza; el director pudo hacerla significar algo cargando su mano en un sentido o en otro de la interpretación posible; pero con el mejor de los criterios se ha abstenido de hacerlo; un enigma tomó, y un enigma nos ofrece; qué bueno que no se propuso ayudarnos a entenderlo, es decir, imponernos su propia interpretación, que no necesariamente sería la única, ni la justa.
En cuanto a la dirección de actores, otro triunfo de Retes; están todos muy bien; y particularmente nos ha sorprendido eso en uno de ellos, en Pedro D´Aguillón, a quien solamente habíamos visto en papeles secundarios en casa de Manolo Fábregas, y que ahora lleva el peso de la obra, y la saca con la mayor limpieza y la más completa perfección. Su interpretación es muy diferente de la de Farnesio de Bernal, que también era buena; aquélla era más intelectual, más literaria; la de Pedro es más pie a tierra; su personaje encarna mejor, hasta físicamente al burgués típico en quien el autor posiblemente estaba pensando al escribir esta compleja y difícilmente inteligible obra.
Bien está también, sin oportunidad de brillar mucho Graciela Nájera, que no exagera la timidez, la hipocondría de su personaje, al que tal vez rejuvenece y embellece; en este personaje y en el de Gottlieb Biedermann, el hombre común, quiso Retes poner un cierto realismo, para contrastarlos con otros personajes más de pesadilla, de fantasía, a quienes quiso dar ciertos perfiles de farsa. Los dos principales de éstos son Claudio Obregón, excelentes en su trabajo caricaturesco, y Sergio Jiménez, también magnífico en su hombre frío y cortante. Pero fue para nosotros una gran sorpresa el trabajo, por todos conceptos elogiable, de la bella y joven actriz Luz Elena Silva, quien de su personaje un poco amarionetado ha hecho una admirable creación; poco tiene que hacer Roxana Ojeda y también se limita a una intervención breve Alfredo Lara; Macros Filio de la Vara (Macros, no Marcos, señor linotipista) está perfecto para su intervención pequeña.
Tiene la obra un coro de bomberos, en el que Retes prueba a cuatro jóvenes actores que se resienten a veces de falta de experiencia, y cuyas voces no siempre resultan bien acordadas. Tal vez habría debido hacer encabezar este grupo por al menos algún actor de mayor profesionalismo; vimos a cuatro de los cinco anunciados, y no nos atrevemos a decir nombres por no estar seguros de quién era el ausente.
No creemos que haya motivo para que se asuste nadie con esta obra. Si tiene un mensaje, está cifrado, y cada quién lo entenderá a su manera; es decir, cada espectador llevará ya en su conciencia, al llegar al teatro la interpretación que va a dar a la inquietante pieza. Con tener una cierta vigilancia para estar lavando las paredes de los baños de los letreros que en ellas escriban algunos exaltados, se habrán tomado las suficientes precauciones. Dudamos muchos de que esta pieza, que ya había pasado hace años sin mucha pena y con alguna gloria, vaya a provocar ahora ningún incendio, ni muchísimo menos.
Notas
1. Se refiere al teatro 5 de Mayo. P. de m. A: Ignacio Retes