Siempre!
| 5 de junio de 1957
Columna Teatro
Enrique IV de Pirandello, dirige Celestino Gorostiza
Rafael Solana
Enrique IV es una de las más bellas obras de Pirandello: es una de sus obras capitales; de las más importantes, y de las más representativas de ese autor que, cada vez lo vamos viendo más claro, es uno de los grandes de este siglo, uno de los que durarán. Mientras otros autores que tuvieron su momento van reduciéndose, pasando de moda, desvaneciéndose (como Eugenio O´Neill, y el propio Bernard Shaw) Pirandello se ve cada vez mayor; ni por un momento ninguna de sus obras parece envejecida, o hija de una actualidad; como los verdaderos clásicos, Pirandello es joven cada día, y sus obras nos parecen recién nacidas, siempre tienen para nosotros sorpresas, vigor, juventud. Y Enrique IV es una de las más admirables.
Hace poco la Universidad puso otra de las más famosas, Seis personajes en busca de autor; esa es una de las más espectaculares (además de ser también una de las mejores) y tuvo en su época la gran resonancia de haber contenido audacias de representación, novedades, que luego dejaron de serlo; Enrique IV no tiene ese apoyo, y por eso ha sido menos famosa y no ha hecho carrera en teatros comerciales; la señora Xirgu también puso una obra de Pirandello en su temporada anterior en México hace 22 años, y en teatros experimentales han sido representadas, no hace mucho. El hombre de la flor en la boca, y tal vez alguna otra cosa. Y sin embargo de todo esto, Pirandello sigue siendo una gran novedad no solamente en el teatro mexicano, sino en el de todo el mundo (Alida Valli hizo el año pasado una intensa gira por Italia revelando una obra pirandelliana, y en París fueron repuestos los Seis personajes el antepasado, con María Casares); y Celestino Gorostiza ha tenido un enorme acierto al echarse sobre los hombros la tarea de dar a conocer Enrique IV, algo de lo más pirandelliano entre todo lo de Pirandello; esa es precisamente la responsabilidad de Bellas Artes, y la de la Universidad.
Esta misma obra se quedó anunciada hace muchos años en una temporada de Fernando Soler y Sagra del Río, en la que se hicieron Cyrano de Bergerac, Niebla (Winterset) y El círculo de yeso; la cuarta obra iba a ser Enrique IV, y ya no se puso; se ha venido a poner ahora.
La traducción es magnífica; de Xavier Villaurrutia y Agustín Lazo en colaboración; esos dos, y Rodolfo Usigli, los tres más notables autores del teatro mexicano en sus comienzos; pero además de ser autores ellos mismos eran críticos (se habla de Agustín Lazo en pasado, como de Xavier, no porque también se haya muerto, sino porque está voluntaria y lamentablemente retirado del cultivo de las letras). Puede decirse que se trata no solamente de una traducción impecable y justa, sino artística y bella. Nada de su fuerza ni de su riqueza ha perdido el idioma pirandelliano en ella.
La obra es pequeña; no está hecha para que su representación dure cuatro horas, como tantas obras francesas; esta vez no ha habido que cortar nada, como se hace con frecuencia en las traducciones de las frondosas obras parisinas; tiene poco texto, y todo muy apretado, muy útil, sin hojarasca. Dura, cada uno de los tres actos, unos cuantos minutos.
Se ha dicho que es un monólogo; no lo es; hablan todos, y algunos hablan mucho; lo que sucede es que lo que dice Enrique IV es de tal manera importante, que palidecen lo que dicen todos los demás, y parece que el rey es el único que habla; sobre todo si está bien hecho; y tenemos que decir que Ignacio López Tarso lo hace estupendamente bien.
Curiosa carrera la de este actor, que en plena juventud, ha alcanzado un rango eminente entre todos nuestros actores; como todo actor, ha hecho de todo; pero lo que es extraño en él es que en los grandes papeles, en los papeles pesadísimos, es en donde ha brillado, mientras que ha estado gris en los papeles pequeños o insignificantes; es decir, todo lo contrario de lo que parecería normal; mientras más difícil es un papel, mejor lo hace; sus grandes triunfos han sido obras muy serias, muy graves; ha ido de triunfo en triunfo, de Moctezuma II a Macbeth, a La prueba de fuego, y ahora a Enrique IV, cuatro papeles consagratorios; en los intermedios ha hecho Tovarich, Terminal, Bodas de sangre, y unas cuantas cosas más, en que no ha hecho historia. Como los grandes toreros, cuando le sale el gran toro, el toro con el que otros no pueden, es cuando se crece, se agiganta; en Enrique IV, como antes estuvo en estos otros papelazos aludidos, está soberbio.
Tiene virtudes y defectos, como todos los humanos; no podría decirse que tenga una hermosa máscara; y tampoco que domine una gran variedad de matices, que sea polifacético; en cambio hay que reconocerle una voz espléndida (don Fernando Soler, que iba a ser el papel, no la tiene ya) y una autoridad escénica asombrosa, envidiable; es un actor que se para muy firme sobre sus talones, que puede en escena dominar a todos los demás, y al público, que se hace escuchar, obedecer, del espectador; esto de la autoridad escénica es importantísimo, sobre todo para esos grandes papeles; con igual empaque, con el mismo mando, sólo hemos conocido muy pocos actores: Ermette Zacconi en italiano, Hans Messemer en alemán, Sir Lawrence Olivier en inglés; en español, una actriz, la Montoya; en francés, ni Barráult, ni Brasseur, ni Vilar, tienen esa autoridad ni la tuvo Jouvet, aunque han sido todos ellos excelentes actores que han tenido otras cualidades muy estimables.
En Enrique IV todo se desliza dentro de la normalidad de una correcta representación hasta que aparece López Tarso; entonces todo cambia, como si encendieran otras luces, cuando él habla, se le escucha con atención, con respeto, con fervor; todo lo que dice penetra, traspasa esa cortina que separa a los artistas de los espectadores, y detrás de la cual muchos actores se han quedado toda su vida, sin poder trascender al público; todo se sigue, se comprende; no sólo no se pierde una sílaba, auditivamente, porque la emisión de voz del actor es perfecta, sino tampoco se pierde un solo razonamiento, porque el artista todo lo comprende y lo hace comprender (¡y se diferencia en esto de tantos que recitan lo que no entienden!) y por eso embruja al espectador, lo domina, como con un sortilegio. Ese poder, esa autoridad, es lo que hace grande entre nuestros actores a López Tarso; ha trabajado ya muchas veces al lado de figuras largamente consagradas en nuestro teatro (Isabela Corona, o ahora Emperatriz Carvajal, por ejemplo); y no solamente no se achica antes ellas, sino que las supera, se impone, las rebaja.
Su carrera es brillantísima; es asombrosa; pero debe tener un enorme cuidado; visto que solamente le vienen los grandes personajes de las grandes obras de los grandes autores, deberá tener cuidado de no quebrantarse con pequeños papeles de pequeñas obras de autores pequeños, porque allí se oscurece, hasta el grado, a veces, de dar tristeza, como ocurrió ya en la cinta Chilam Balam, de ingrata memoria.
Los triunfadores grandes de Enrique IV son, en primer lugar, Pirandello, e inmediatamente después López Tarso; pero hay también otros triunfadores, en más moderada escala; Celestino Gorostiza, desde luego, que al dirigir la obra dejó, como sin duda quiso el autor que ocurriese, que el actor central brillase como un sol, que deja muy atrás a sus planetas; consiguió Gorostiza que el ritmo de la obra fuese muy veloz (de otro modo, habrían resultado intolerables las explicaciones; así, solamente resultan fatigosas y difíciles de seguir para quien no tenga práctica en la dialéctica pirandelliana); Julio Prieto hizo unos decorados (sólo se necesitaba uno, pero él hizo dos) vistosos, corpulentos, y diseñó unos trajes, si bien no muy ricos, suficientes para una obra cuyo principal lujo es verbal; Emperatriz Carvajal, estuvo muy correcta y cumplida en su Matilde, y Miguel Suárez, sin ser el galán otoñal que la obra pide (recordemos que fue el que le quitó la mujer a Enrique IV, y que 20 años después todavía provoca sus celos) dice bien su parte; todos los demás, inclusive Manuel Lozano, que puede volar mucho más alto que eso, son comparsas.
Enrique IV es una obra admirable, un monumento de la literatura dramática de nuestro siglo, algo que perdurará, y debe ser conocido de todos, como El Misántropo o Fuenteovejuna; y la actuación de López Tarso por todos debe ser aplaudida. Esta es una pieza que hay que decretar como obligatoria para toda persona que se considere enterada o culta, y que quiera decir que está al tanto de la literatura dramática del mundo y que conoce el panorama de los nuevos actores de teatro mexicanos.