Proceso
Columna Teatro
Más ópera alterna
Rodolfo Obregón
Nos hemos referido ya (Proceso 1294) al ciclo Opera Alterna, promovido por el Centro Cultural Helénico. Y, justamente, una de las alternativas al imperante sistema de producción de la ópera es la posibilidad de realizar temporadas que rebasen las 4 ó 5 funciones a que están limitados, por razones de costo, los formatos convencionales.
Por desgracia, no ha sido el caso de La Serva Padrona, de Pergolesi, cuya puesta en escena a cargo de Luz María Meza, completó este ciclo y ha llegado a su fin. En contraparte, Silvana, drama musical de Isaac Bañuelos y Saúl Villa, puesto en escena por Iona Weissberg, terminará su primera temporada en La capilla del Helénico e iniciará una segunda en el Foro de las Artes del CNA.
A diferencia de La Serva Padrona, cuya alteridad estribaría principalmente en el cambio de los sistemas de producción (que conllevan desde luego un cambio estético), Silvana, como La muerte y el hablador, implica a la par de su realización escénica una apuesta por la renovación del repertorio lírico. Y como tal se agradece el amplio riesgo que afronta.
Es curioso, sin embargo, atestiguar cómo las convenciones operáticas se cuelan hasta la médula y resisten los más heroicos esfuerzos por demolerlas. Si el teatro es por naturaleza un arte conservador ("el conservatorio de las formas del pasado", diría el desaparecido director francés, Antoine Vitez), la ópera se aferra como ninguna otra manifestación artística a su origen restaurador.
La cuestión esencial en todos los intentos renovadores de este arte es, y ha sido, discernir entre los valores de su verdadera tradición y las poderosas y populares desviaciones que sufrió a lo largo de los siglos XVIII y XIX. Silvana, libreto de Saúl Villa basado en el Diálogo del amor y un viejo, de Rodrigo Cota, se presta entonces como un ejercicio ideal para distinguir entre éstos y encontrar su viabilidad contemporánea.
El inicio parece confirmarlo. Un diálogo telefónico entre un padrote que habla en español y una diva que contesta en italiano, refiere al origen teatral del género y anticipa un juego autoconsciente con las convenciones que, por desgracia, desaparece durante el resto de la obra (toda en italiano) y no se retoma sino en la escena final.
La traducción total, que los creadores achacan a la presencia impositiva del ritmo, implica dejar de lado la posibilidad de reencontrar la liga entre el habla y su expresión musical, la transición entre la emoción y el canto. La forma sencilla y alegórica del original se prestaba a la perfección para ello.
La pretendida grandiosidad de la música, que prevalece en la partitura de Isaac Bañuelos, parece seguir la tendencia tardía a las grandes orquestaciones, tendencia que naufraga cuando la realidad sonora se reduce a un sintetizador.
Así, la escena en que Amor se transforma en una mujer china, a pesar del evidente tono paródico, está en realidad más cerca de Madame Butterfly que del pastiche genérico y estilístico característico del arte contemporáneo.
La renovación de las formas escénicas, a cargo de Weissberg, con la vistosidad de vestuario y escenografía, movimientos atractivos, no puede modificar el espíritu de la composición, como no lo hace con las relaciones actorales. A pesar de la magnífica disposición y las bellas voces de Lorena Glinz y Gabriela Miranda, sobre la escena perviven las formas hechas y la impostación emotiva.
Y, pese a todo, Silvana es un espectáculo apto para el disfrute y digno de emular. No se trata (como dice el libreto) de “lastimar y después curar con halagos”, sino de entender que no se puede lograr una alternativa sin múltiples experimentos de por medio, sin volver a apreciar el ensayo como camino de conocimiento y desarrollo del arte.