Diorama de la Cultura, Excélsior
Una fresa en mi sopa
Héctor Mendoza
Terence Frisby, autor de Una chica en mi sopa, se ríe en esta comedia del problema de “la brecha generacional” que tanto aflige a la sociedad contemporánea.
Un Don Juan de cuarenta y tantos años se topa en una fiesta –supuestamente hippie– con una chica de diecinueve –supuestamente hippie también–, y se la lleva a su casa con el claro y firme propósito de acostarse con ella; pero se encuentra con que la chica tiene curiosos prejuicios recónditos, lo que hace que no pase nada la primera noche. Al día siguiente, en cambio, cuando la muchacha ha comido y dormido a placer, otra cosa sucede. El Don Juan solterón se ha enterado de que la chica se ha ido con él por celos; está furiosa porque su amante –también supuestamente hippie– se ha llevado a vivir con él a otra y pretende vivir con ambas en paz y concordia. La chica se marcha con el Don Juan a Francia. De regreso el hombre descubre que se ha enamorado de la muchacha. Ella le ha cobrado afecto; pero no puede evitar regresar con su anterior amante a la primera insinuación de éste. El solterón, molesto al principio, se reanima y olvida instantáneamente lo sucedido en cuanto otra mujer le habla por teléfono. Y aquí no ha pasado nada… Pero absolutamente nada.
De la anécdota de esta comedia se desprenden algunas moralejas: los hippies no son como los pintan, los lobos tampoco; el dinero y la perseverancia lo pueden todo; las buenas costumbres son innatas en el hombre; el que con niñas se acuesta le va muy bien, pero si se enamora de ellas… no importa porque nunca falta una rota para un descosido; la cabra fresa siempre tira al monte fresa, etc., etc., etc.
No lo sé; pero presiento que Terence Frisby debe ser un anciano venerable que toma un tema que desconoce por completo con el único y simple propósito de llenarse de oro los bolsillos.
Para Frisby el problema generacional no existe. Entre el Don Juan cuarentón y la niña hippie de diecinueve años no hay otra diferencia que un poco de dinero. Dad de comer a los hippies y los tendréis contentos y rechonchos y portándose como verdaderas monjas. En efecto, la supuesta muchacha hippie se convierte en la burguesa más grande en cuanto se le da pie para ello: es decir, casa y comida permanentes. Al final la muchacha regresa con su antiguo amante, no es porque no estuviera a gusto con el cuarentón ni que no pudiera entenderse con él, sino porque el primer amor es lo que cuenta y la juventud debe de estar con la juventud, nada más. Y nada menos: moral catequística. Pero la amistad entre el cuarentón y la jovencita subsistirá por encima de todas las dificultades y los embates de esta procelosa vida. ¿Diferencias morales?; ninguna; uno y otra son excelentes chicos puritanos en el fondo. Malas interpretaciones de los malvados murmuradores y ya.
La comedia es comercial sin duda alguna. Dentro de una estructura cuadrada y perfectamente convencional, se nos cuenta la vieja historia de “boy meets girl” solo que ahora la “girl” es supuestamente hippie, con lo cual se pretende dar un tono de contemporaneidad a la comedia. Esta historia endeble se nos da salpicada de chistes ingenuo-picantes que se caen de viejos y manidos –como en cualquiera de las obras de Alfonso Paso; pero que sin embargo, ¡claro!, todavía producen su efecto en un púbico incauto y nada exigente.
Ver una obra así resulta terriblemente desilusionante para alguien que espera del teatro algo más que su degradación absoluta. Y no porque al género al que pertenece Una chica en mi sopa sea de por sí un género menor, sino porque en este caso está llevado con una falta de recursos y una falta del buen gusto más elemental, rayanas en la insolencia.
La intrascendencia como fin puede no ser despreciable si a cambio recibimos un diálogo ingenioso o elegante, o verdaderamente mal intencionado. O si a falta de eso se nos dan tres canciones que valen la pena y una o dos coreografías espectaculares, como es el caso frecuente de la comedia musical. Pero si a una comedia musical con libreto pobre le quitamos canciones, bailes y chistes nuevos, sólo nos queda Una chica en mi sopa.
Las comedias de este tipo que se escribieron por los años treintas y cuarentas en los Estados Unidos –Bella y Samuel Spewack, John van Druten, Norman Krasna y Samuel Taylor entre sus autores más representativos–, tenían la disculpa de estar inventando el subgénero. La fórmula para crear las situaciones y los chistes era entonces novedosa. Aun cuando pudiera encontrarse la raíz de este tipo de comedia en los vodeviles franceses de la segunda mitad del siglo pasado y así rastrear el origen hasta llegar a Plauto y Terencio, había en ellas un sentimiento nuevo al tocar la intrascendencia, un intento de renovar fórmulas teatrales operando cambios en la estructura total de la comedia y en la estructura particular del diálogo. Había en todas ellas, las logradas tanto como las fallidas, un amor disculpante hacia todos y cada uno de los personajes, lo que ya en sí constituía un cambio radical en la comedia.
Una chica en mi sopa no hace otra cosa que calcar la fórmula, el espíritu y los chistes de estas viejas comedias, sólo que sin la gracia y la espontaneidad de los inventores.
En suma, una comedia que ha dado y dará mucho dinero al autor que no es otra cosa que un vulgar copista de la peor especie.