El Heraldo de México
| 22 de julio de 1966
Columna Escenarios
[Carlos Arniches]
Armando de Maria y Campos
Tantos años fuimos una colonia teatral española que nada de lo que al teatro español se refiere nos es ajeno. Tres son, a mi entender, las virtudes del teatro de Carlos Arniches, que en este año centenar de su nacimiento, Con tan justa pluralidad se comenta.
La primera es –fue– su acierto para recrear tipos. Una extraña sensibilidad visual le permitió "quedarse" fácilmente con toda presencia humana significante de virtudes, vicios, garbos y tristuras de la sociedad española. Estas caricaturas y trasuntos le quedaban tan de bulto en el escenario, ya en figura protagonista o incidental, que el día que cualquier laborioso erudito con su miaja de psicólogo, componga el catálogo de los tipos arnichescos, se hallará que entre bromas y veras la sociedad burguesa y popular de su tiempo, con tal resalte e intención, que más que otros documentos literarios, nos darán el diapasón sensitivo, psicológico y temperamental de la sociedad que pobló España en el primer tercio del siglo en que andamos.
Los humoristas españoles nunca mostraron curiosidad trascendente por las dolencias nacionales. Fueron agudos observadores de muchas parcelas ce la vida, buenos vividores, dispuestos a hacérselo pasar bien a su clientela y amigos, pero poco o nada preocupados por los fenómenos, colectivos más dramáticos y significativos. El amor, el dinero, las costumbres sociales, la labilidad moral, el escepticismo de todas las rutinas sociales sacras y profanas fueron materia de sus escritos. Pero siempre se mostraron remisos a aportar soluciones o proyectos de soluciones a las agudas afecciones político-sociales del país. Fue siempre la de los humoristas una posición receptiva e individualista. Prestos a sacarle punta y caricatura a las deformidades aisladas de la vida, vinieran de dónde vinieran, pero prudentemente apartados de los grandes temas que en España a cada nada pueden ser peligrosísimos.
Entre los comediógrafos, digamos serios o costumbristas, y sobre todo, entre los dramaturgos, buenos y regulares, desde Moratín a nuestros días, es frecuente hallar este tipo de preocupaciones por el fenómeno público, por la justicia social, por eso que ahora se llama de manera jabonosa y sin orillas "el bien común".
Arniches fue en este aspecto –y es uno de sus méritos cimeros– una verdadera excepción. En casi todas sus obras de manera expresa –expresadísima– y en todas de manera sobreentendida, está presente su preocupación por las más conocidas dolencias de España. La chulería, el caciquismo, el señoritismo provinciano, la incultura, la soberbia hidalga, la injusticia social, el fanatismo, la vagancia, la xenofobia, el patrioterismo, la envidia, etc., etc. Su linea de conducta en está proyección testimonial e inflexible. No se pone sobre las cuartillas con el exclusivo fin de lucrarse con la risa del público. Siempre o casi siempre sus comedias llevaban un modesto –todo lo modesto que se quiere– fulminante entre las frondas de chistes y donosuras. Siempre o casi siempre a la hora de saludar al público que le ovacionaba con ocasión de un estreno podía sonreír pensando: "Me alegro mucho haberos hecho reír, encantado de que los paséis tan bien, pero estoy tranquilo. He cumplido con mi deber de español, de hombre seriamente preocupado por la salud de mi país, y para quien sepa ver y oír, entre las chuscadas de mis castizos y exabruptos de mis provincianos, os he dicho las cuatro verdades del barquero".
Él no era hombre de armas tomar, pero jamás renunció a decir lo que sentía, si con sonrisa beatífica; si con una lágrima que empañaba el grueso cristal de sus lentes..., pero la decía. Estaba en su puesto. Por eso ha sido tal vez el único humorista importante de nuestra historia dramática, el único "sainetero", que además de documentar el pálpito inasible del pueblo que le fue contemporáneo hizo decir a la luz de las candilejas el decálogo revisionista y verazmente patriótico, que en libros más empinados y en prosas minoritarias predicaban los primeros grandes purgadores de nuestro siglo, sus coetáneos de la generación del 98.
México le debe un leal recordatorio.