Revista de la Universidad
Columna Teatro
Doña Rosita la soltera, o nota aprobatoria para Basurto
Jorge Ibargüengoitia
Nadie puede decir con justicia que yo sea una autoridad en García Lorca; en mi casa estuvieron seis años sus obras completas sin que yo pudiera leer más de treinta páginas de ellas, hasta que se perdieron en el Monte de Piedad, en una racha de miseria, acompañadas de las de Quevedo y de mi cámara fotográfica.
Este desgano se debe en parte a que García Lorca, leído por mí, suena completamente improbable. Además, mi juicio, lo mismo que el de la mayor parte de las personas de mi generación, está deformado por el exceso de lecturas naturalistas; hay que reconocer que el naturalismo es, en cierto sentido, el juego más imbécil que se haya inventado nunca: consiste en crear un personaje defectuoso, ponerlo en evidencia y después echarle un sermón para que se corrija. El espectador deja de serlo, para convertirse en una especie de Doctora Corazón, que si no fuera tan cohibida, se metería en el foro para decir, "pero lo que necesita este muchacho es que..." Y si el muchacho no necesita nada, se dice que la obra carece de mensaje.
Con este criterio no se llega a ningún lado con García Lorca, porque la estructura de sus obras es como un perchero en donde se han ido colgando cosas, que se pueden quitar y poner sin que nada se modifique. Se puede decir, por ejemplo, lo que decía el Ama, de Rosita y el Sobrino: "si la quiere, que se la lleve, y si no, que no, pero que no la deje esperando". También puede decirse que a un señor con los zapatos que traía anoche Manuel Lozano no hay que creerle ni la tabla de multiplicar; o bien que "amor de lejos..."; o bien, también, que la culpa no es del sobrino que se pasó veinticinco años en Tucumán mientras Rosita preparaba el ajuar, para salir después con que se casaba con otra, sino de la misma Rosita, que ha de haber tenido no sé qué complejos. El caso es que aunque las cosas tengan nombre clínico, suceden. El que no conozca cuando menos una Rosita, no conoce nada. No es que las engañen, sino que ellas se engañan... y mientras, se pasa la vida.
Lorca es, además, el señor de que "aquí todos gozamos y sufrimos a lo bestia", a sus personajes se les viene el mundo encima por culpa de su propia imbecilidad, pero cuando acaba la obra nos damos cuenta de que, después de todo, "así es la vida".
La representación que vi ayer en el Milán me sorprendió muy agradablemente, porque después de todo lo que he visto, y dicho, de Basurto, lo último que me hubiera imaginado es que fuera capaz de poner a Lorca adecuadamente.
Con toda su calidad y universalidad el teatro de Lorca sigue siendo teatro español; entonces, no importa que salgan los actores mirando de reojo al público, ni que hablen hacia el proscenio, ni que sepan su papel junto con otros cinco y que no estén muy decididos a actuar, sino más bien a decir sus parlamentos. Es un teatro virgen de Stanislavsky, que puede hacerse tan bien como cualquier otro y que los escritores de mi generación nunca intentamos (con lo que se explica por qué nuestras obras se ven tan mal en escena, porque hay que tener en cuenta que el 80% de los actores mayores de treinta años actúan en México a la española).
En fin, el caso es que ayer, digo, Basurto me dio una muy agradable sorpresa. En primer lugar, supo hacer el reparto con una sabiduría que no le hubiera sospechado. El Ama y la Tía, que están casi todo el tiempo en escena, se las encargó a dos mujeres que, me perdonarán, pero yo nunca las había visto, y de haberlo hecho nunca me hubiera atrevido a encomendarles más de un parlamento. Pues bien, estas dos señoras, Micaela Castejón y Mercedes Ferriz, eran exactamente lo que se necesitaba; la criada del teatro, que habla mucho y… (afortunadamente diciendo García Lorca) y siempre tiene la razón, y la Tía sentada, tejiendo y viendo todo el horror de la vida. Eran perfectas, muy simpáticas, muy agradables de ver; nunca estridentes, ni molestas, con unos papeles que les quedaban como un guante. ¡Y Basurto había inventado todo esto! Miguel Macia viendo sus flores… las flores sí eran horrendas: de plástico. ¿Por qué no se dan cuenta que si las flores de plástico son el adorno de todas las casas horribles de México, no hay un sólo espectador que al abrirse el telón y verse un invernadero, no diga: "Mira, flores de plástico"? Debieron hacerlas de papel, o de cera, o naturales, pero no de plástico.
Entre Rosita, vestida de rojo, llena de vida, con los sombreros y el polizón y no sé qué cosas. Y el Sobrino, que la ama, con la carta en la que le ordenan que se vaya a Tucumán. Éste dice a la Tía: “Me dice mi padre que me vaya"; y ella a él: "Vas a destruir a Rosita"; y él a ella: “No quiero irme, ¿usted qué me aconseja?" "Que te vayas". ¿Quién tuvo la culpa? Nunca se llega a saber, como en la vida.
Magda Guzmán es una actriz de bravura que puede hacer lo que le dé la gana. En cambio, las manolas, que van las tres y las cuatro solas, eran catastróficas. Estas mujeres son el sexo en flor, que andan de aquí para allá, alebrestando los apetitos. Además, la manera de decir esta parte daba un poco de vergüenza. No sé si porque las manolas no estaban para lo que Rosita dice de ellas o si porque las circunstancias no correspondían a la manera de decirlo. Es que no es fácil que una joven haga el panegírico galante de otras tres que están allí sentadas abanicándose, diciéndoselo a ellas; me parece que lo único posible hubiera sido cometer una brechteada y que Rosita pasara a primer término y dijera su parlamento al público, mientras las otras se abanican y dicen "¡ay!" de vez en cuando. En fin, la cosa es que esa parte no salió. En varias ocasiones ocurre lo mismo que en las películas musicales: que mientras una mujer le dice a un hombre, "eres tal y tal" durante bastante rato, él no sabe qué cara poner. Lo mismo que, en el segundo acto, durante la escena de las solteras, llegan las Ayolas a burlarse de las solteras, y lo hacen con tanto descaro y se ríen tan recio que casi hunden la escena, porque no hay nada más desagradable que una escena cómica con alguien riéndose en el foro. Esta escena, precisamente, fue un fenómeno muy extraño: es cómica, pero no se sabe hasta qué punto. Cuando entre todos cantan El lenguaje de las flores, me daban la impresión de que estaban realmente exagerando la comicidad, pero el resultado era medio patético y muy apropiado para el momento.
Luis de León, el Catedrático, era francamente demasiado joven, pero en cambio, Héctor López Portillo hizo uno de los raros papeles que le quedan verdaderamente como anillo al dedo; al grado que no puede creerse que sea otro que López Portillo.
En fin, no sé para qué doy tantas indicaciones minuciosas, si nadie me va a hacer caso.