Revista de la Universidad
Columna Teatro
Libro negro de las aguas negras
Jorge Ibargüengoitia
EDITH SITWELL: "We mexicans have a different sense of colour."
JORGE IBARGÜENGOITIA: "We have no sense of colour."
El edificio ideal para un teatro sería uno en el que no se permitiera la entrada más que a personas bellas, jóvenes, inteligentes, bien vestidas, alegres, no fatigadas, recién bañadas, y, sobre todo, interesadas en lo que va a ocurrir en el foro. No habría acomodadoras, ni revendedores, ni papas fritas, ni popcorn, ni refrescos. En el interior de la sala se podría fumar; para esto habría ceniceros en cada butaca y un sistema de ventilación adecuado. El foyer sería proporcionado al tamaño del teatro, bien amueblado y decorado. Durante los entreactos, que serían menos numerosos y más largos que los conocidos a la fecha, se podría tomar café, bebidas alcohólicas y hasta una omelette. No habría sistema de sonido, para evitar el pánico producido por la voz del traspunte diciendo: "primera llamada, primera llamada...", cuando apenas empieza el entreacto. Se tocarían campanas o se darían golpes de bastón, para que el público tuviera tiempo de ocupar sus asientos antes de que se abriera el telón; una vez abierto, caerían unas puertas en forma de guillotina que evitarían la entrada de los rezagados. El foro sería amplio; las luces y el telón estarían gobernados desde una cabina situada en el fondo de la sala; los camerinos, numerosos, acogedores y con baño privado. Este edificio, desde luego, no existe, ni existirá nunca.
¿Qué se puede pedir entonces en un teatro? Un foro versátil, un público invisible y un foyer cómodo.
Bellas Artes nunca ha sido un buen teatro. Lo único que tiene bueno son los camerinos, los excusados y las butacas. La boca del telón es demasiado grande para albergar nada que no sea el Popocatépetl, il terzo piano é molto pericoloso, el foyer es microscópico comparado con el vestíbulo, que por su parte es parecido al Castillo de Mármol Negro de que nos hablaban los Cuentos de Pinocho. Durante los entreactos, las conversaciones se hacen como quien va o viene del excusado, y no es posible tomar nada que no sea el agua de los bebederos que, eso sí, es muy abundante (los bebederos están en los excusados).
El Ideal lo conocí en plena decadencia, impregnado de un olor a orina, nadie sabe por qué; con luces insuficientes, butacas maltrechas, y en un edificio que parecía la Casa de Frankenstein. Sin embargo era mejor que la mitad de los teatros que existen actualmente y, desde luego, mucho mejor que el Nuevo Ideal.
El Colón lo conocí cuando era el cine Imperial, y era muy bonito: con retratos de Bizet y de Gounod en el techo y unas sillas incomodísimas en los palcos. Luego, la Unión de Autores, o quien fuera, lo arregló... y le dio, lo que se llama, en la chapa. Pintaron las columnas de plateado, y las butacas de chodrón, y llenaron los pasillos con unos facinerosos que gritaban "chicles, chocolates, muéganos, papas". Y había unas cortinas horribles, y unos foquitos perdidos en los muros, etcétera.
Luego, vino la nueva ola y la época de las catacumbas. Las catacumbas eran el Caracol y la Sala Latino (R. I. P.). Y eso sí que era un nuevo mundo, o parecía serlo. Con veinte espectadores se medio llenaba el teatro, y todos se sentían cómplices. En los foros no cabía nada y las luces eran elementales. Además, la Latino estaba llena de cuarteaduras con testigos de yeso, come para recordarle a uno que el día menos pensado el edificio iba a caerse, como ya había pasado antes, y aplastar a los espectadores.
La Sala Molière es probablemente el más antiguo de los teatros nuevos, y probablemente, también, el peor. Se sienta uno, y no ve más que la nuca del señor de enfrente o, si está en primera fila, los zapatos de los actores. El ocupante del último o del primer asiento de cada fila queda atrapado durante toda la función, y no puede salir aunque la obra le parezca aburridísima; pues hay que tener en cuenta que un 90% de los espectadores es reumático o codo, y se queda en su asiento, como si hubiera echado raíz, hasta que lo corren del teatro. Sin embargo, hay que reconocer que el foyer es, para nuestros low standards, agradable.
En 1955, cuando parecía que Sullivan y Villalongín iban a convertirse en nuestro Broadway, Rafael Solana me llevó al Teatro de la Comedia: tenía cortinajes de razo baby blue y los muros eran baby pink. Las escaleras desembocaban a la mitad de la sala, con el objeto de que las personas que la ocupaban tuvieran oportunidad de escuchar las imprecaciones [p. 31] de los que subían a tientas. Después fue reconstruido, pero no mejorado.
El Sullivan tuvo la desgracia de ser construido a espaldas de un taller mecánico en donde prueban motores diesel las veinticuatro horas del día.
Nadie sabe lo que pensaba Obregón Santacilia cuando proyectó el Auditorio del Seguro Social. Probablemente nada. O quizá estaba bajo la influencia de Aristóteles y de todo aquello de que el espectador se purifica por medio del terror. Sobre todo: ¿dónde están los baños? ¿Y si construye un foyer enorme, lleno de ecos, por qué no pone una puerta que se pueda cerrar? ¿Cree que la gente es muda? ¿Y esos tubos que están allí arriba, qué son..., adorno? ¿Y las columnas del foro, para qué sirven..., para Sansón y Dalila?
Luego viene el episodio de La lucha con el mamut.
¿Ha pensado usted, querido lector, qué es lo que sucede si lo encierran en uno de esos baños del Auditorio Nacional? Lo único que queda es el suicidio.
El Teatro del Granero fue construido en una de esas épocas de transición en las que nadie sabe cómo va a ser el teatro del futuro. Los espectadores ocupan los cuatro lados del escenario, y se supone que esta circunstancia, o cuando menos el pánico que ella produce, es capaz de obligar al actor a compenetrarse más completamente de su papel. Lo malo es que el espectador también se compenetra más del suyo. Cuando un actor se desmaya en escena, porque así está marcado, nunca falta un espectador compadecido que lo ayuda a levantarse. Ahora bien, como en el Granero las salidas de escena son las mismas que el camino del WC, cuando montaban Rencor al pasado ocurrió lo siguiente (juro por mi santa madre que es cierto): un venerable anciano, con sombrero y todo, se levantó de su asiento a la mitad de un acto y salió al baño; pasaron cinco minutos; la acción llegó al punto en que Johnny, o Jimmy, o como se llame el protagonista, dice: “Allí viene tu amiga, la santurrona ésa, vestida por Dior", or words to that effect, y en vez de la santurrona vestida por Dior entra el viejito. Pausa molesta. Los actores se quedaron sin saber qué hacer. Entonces, el viejito se dio cuenta de que tras de él venía Marta Patricia haciendo lo que en términos militares se llama "forzar la entrada", y como era un caballero de ésos de antes, le dijo: "No, señorita, de ninguna manera, después de usted", y se quitó el sombrero. Luego, va uno al baño, y como los baños están entre los camerinos, los actores creen que los va uno a felicitar.
La entrada del Teatro Orientación es espaciosa y solemne, con venados y todo: es en rampa y desemboca en una especie de coliseo que es la fuente de sodas. Entra uno en el teatro y ocupa su lugar. Se cierran unas puertas de acordeón y empieza la representación, y entonces se juntan los acomodadores y las empleadas de la fuente, que en total están en proporción de cinco por cada espectador, y empiezan a platicar. Resulta que por uno de esos misterios de la acústica, ésta funciona en el Orientación de atrás para adelante, y en vez de oír el espectador lo que sucede en escena (que se supone el objeto de su presencia en ese lugar), oye uno la conversación de las empleadas de la fuente de sodas con los acomodadores. Etcétera.