Teatro
Suicidio en si bemol
Identidad y ficción
Bruno Bert
Buscar una coherencia externa y lineal en esta obra de Sam Shepard no es sólo difícil sino posiblemente inútil. Los personajes son estructuras referenciales que remiten a sistemas de pensamiento, a formas de conducta, a valores que constantemente se desplazan, quedan incompletos, intentan cuajar para perderse nuevamente en forma evanescente. Nadie es, sino que cada cual intenta ser sin llegar a encontrar un patrón que lo contenga y lo defina. Los tiempos tampoco parecen contener al presente y oscilan entre un pasado y un futuro, entre posibilidades, deseos e hipótesis. Y esto apoyado constantemente en el valor efímero y contradictorio de la palabra. Y en Shepard el lenguaje es un elemento fundamental más allá de la coherencia lógica que pueda contener. Así, apoyarse en él es como trepar a globos que por momentos provocan vértigo para estallar en el instante siguiente dejándonos en orfandad frente a un sentido del humor muy poco convencional, muchas veces ácido, en momentos ingenuo, pero generalmente doloroso.
Suicidio en si Bemol, obra a compuesta hace ya unos años por Shepard para el Magic Theatre de San Francisco, parece más bien el suicidio y renacimiento de ciertos sectores de la cultura americana, de ciertos personajes y tópicos que si en algo pueden acercársenos permanecen, sin embargo, enclavados fuertemente en su raíces yankis dentro de un contexto histórico que se refiere a la época de juventud del mismo escritor, mientras que los temas que maneja pasan, en sus entrecruces fundamentales, por el sentido del tiempo, la identidad y la muerte, en un juego donde o el espectador completa de alguna manera las líneas o se queda indefectiblemente en el aire preguntándose por la significación de lo que acaba de presenciar.
La puesta, a cargo de Carlos Warman, asume la partitura desde una posición coherente con el texto y por lo tanto creando juegos permanentes de distanciamiento con el espectador, conduciéndolo y abandonándolo alternativamente a las líneas de la imagen y al tejido sonoro-conceptual que por momentos se vuelve incomprensible como una charada a la que hay que descifrar y en donde los actores-personajes nos dicen de su propia desorientación para poder acercarnos a una comprensión lógica.
El trabajo de los actores que actúan personajes, que reflexionan sobre su actuación sin poder dejar de actuar pero sin llegar a ser, presenta puntos de interés, habilidad personal y un acierto de manejo con la dirección, mientras que el entorno escenográfico nos mantiene en la conciencia de ficción alternada que mencionábamos más arriba en una combinación de realismo y síntesis.
Tal vez el peligro más notorio está en llegar a cortar la atención del espectador. Peligro entrañado desde el principio por el mismo Shepard a partir de manejarse en una zona fronteriza en que todo el tiempo se niega a anclarse en algún punto, que se toma en serio para burlarse enseguida de si mismo. Un espacio inseguro e indefinido muy al gusto del autor americano pero que puede llegar a irritar a incluso a distanciar definitivamente del discurso al que lo está presenciando y llega a cansarse de hincar el diente sólo en sombras que nunca terminan de nacer ni de morir, a las que les falta fuerza para asumir su lado trágico sin adquirir la ligereza que las lleve a ser comidas.
Un espectáculo, en definitiva, complejo, irónico y de no fácil asimilación, que seguramente formará partidarios, detractores y una baja de indiferentes a una propuesta que mantiene unidad, curiosamente, socavando sus propias estructuras.