Teatro
Ámbar
Distancia del sueño
Bruno Bert
Cuando niño solían regalarme en forma periódica una colección de libros le aventuras que involucraba a los nombres más clásicos del género, como Salgari, Verne, Defoe, Stevenson, etc. Entre las características de ésta, estaba el no tener prácticamente ninguna ilustración al texto, salvo dos o tres láminas que se intercalaban a lo largo del libro. Por un lado era frustrante, porque el deseo de ver en imágenes lo narrado era muy fuerte, pero por el otro se producía un extraño fenómeno: luego de leer cuarenta, cincuenta páginas finalmente llegaba la ilustración deseada, pero entonces, en lugar de resultarme placentera, generalmente me producía una rotunda decepción porque no estaba para nada a la altura del escritor, o de la imaginación que en mi éste había despertado. Eran, en definitiva, mucho más triviales. Más tarde, cuando me tocó ver teatro infantil, me encontré con una situación similar: los actores, al igual que los ilustrados de mis libros, nunca llegaban a las verdaderas posibilidades imaginativas de quienes los estábamos observando y simplemente me aburrían con tus absurdos y patéticos intentos de tratarnos como pequeños infradotados a los que se nutren de obviedades. De allí en más quedé con un profundo rechazo por este tipo de teatro y de ilustradores adocenados. Sólo en la madurez recuperé cierto placer a través de la gráfica de lo que en la década del setenta se llamó Comic de arte donde los sueños infantiles tomaban la acidez válida de los adultos que reinterpretaban, a través de ellos y con autenticidad, los propios viejos sentimientos sobre la crueldad del circo, y la trastienda de las imágenes heroicas de los libros y la iconografía de la infancia. Pero no encontré parámetros similares en el teatro.
Anoche nos tocó ver Ámbar, la obra de Hugo Hiriart, dirigida por él mismo en el teatro Sor Juana, que intenta justamente la poética de la infancia, reinterpretada, en una narración para adultos, con elementos parciales de ese tipo de comics de los que hablaba. Su estructura narrativa es similar a El corazón de las tinieblas, el libro de Conrad, e incluso hay una cierta tristeza y desapego similar al empleado por el autor inglés en esa que para mí es su mejor obra. Tal vez debió llamarse igual o Viaje a Bogonzor, haciendo referencia a su contenido, y lo de Ámbar, provenga de aquella extraña sensación que nos da ver un insecto que parece reciente en el corazón milenario de la resina petrificada que es el ámbar, con su color tan peculiar a sepia, como las viejas fotografías de antaño o el contenido de la copa de coñac con que al final brinda el narrador con nostalgia.
Pero las imágenes, una vez más, traicionan, en este caso a Hiriart mismo como director. Claro que no tan terriblemente como aquellas ilustraciones de las que hablaba, pero sí lo suficiente como para no permitirnos acceder a lo que intuimos como su verdadera propuesta.
A niveles de imagen hay dos tempos diversos. El primero, abarca a casi toda la obra, incluyendo el final y en mi entender peca de literalidad; el segundo, comprende el momento del circo y es un acierto visual pero es desorganizado teatralmente hablando. Cuando digo literalidad quiero decir que una vez más se ilustra la imaginación, pero no se le encarna. Los elementos que pueblan el escenario y el trabajo de los actores están a la par: no juegan los últimos ni hacen parte del juego los primeros. Los hombres narran pálidamente un juego cuando debieran traspasarlo y encontrarnos con la imagen de lo que está detrás del mismo. A su vez, los objetos debieran perfilarnos no su apariencia trivial, sino mostrarnos lo que está detrás del cartón pintado. Y es allí donde el juego y los objetos lúdicos debieran confundirse y confundirnos con sus significaciones inquietantes, con elementos de oniria, con emergencias emocionales escondidas pero evidentes y peligrosas detrás de lo inofensivo. En ese plano, el juego, la infancia y los objetos cobran una dimensión que descoloca los planos seguros del hombre maduro que los observa como espectador, al que se lo atraparía entonces por su inconsciente. Sin embargo, Hiriart queda en Ámbar en un espacio en que niega el juego directo (el que haría un niño) sobre todo a través del trabajo de los actores ya que los objetos serían pertinentes en su iconografía simplista, sin llegar —salvo en el circo y muy parcialmente en el burdel— a la profundidad de lo que él oculta para el adulto.
Así y paradójicamente, actores y utilería, nos distancian del sueño que se nos propone en el programa de mano, y posiblemente también de las mejores reservas del texto, dejándonos apenas momentos para que el peligroso tigre que adormila en nuestro interior despierte entre los espectadores de Ámbar, a los que nos queda la nostalgia del narrador por lo que pudo haberse logrado.
Barbra Erickson e Ignacio Retes en Ámbar, autor y director Hugo Hiriart, Foro Sor Juana Inés de la Cruz, Centro Cultural Universitario (Insurgentes Sur 3000), miércoles a viernes 20:30; sábados 19:00; domingos 18:00 horas. (Fotografía de Luis Fernando Moguel).