Teatro
Juegos profános. Dominadores y dominados
Nuestro pueblo. El sabor de lo cotidiano
Bruno Bert
Un espacio cerrado, fantasioso, opresivo y algo macabro; una hora nocturna y dos personajes que se metamorfosean en un incesante juego de dominador-dominado. Dos hermanos, una mujer y un hombre, recreando todas las posibilidades de la relación familiar, a través de la suposición del incesto, la tortura, el crimen o la ternura latente pero frustrada en una vinculación patológica.
El antecedente más claro e inmediato de la pieza de Olmos es la del cubano José Triana: La noche de los asesinos (1966) que dentro de la corriente del absurdo y de la crueldad maneja los mismos temas y las mismas obsesiones en un triángulo de dos mujeres y un hombre —también hermanos entre sí— que juegan noche a noche al asesinato de sus padres, tomando en sí los roles de los mismos, de sus vecinos, parientes y policías, al igual que en Juegos profanos, agregando —por ser tres— las posibilidades que da el sadismo de la complicidad y del tercero excluido.
Naturalmente las líneas de lectura, tanto en la pieza de Triana como en la de Olmos, exceden lo estrictamente familiar y psicológico y se extienden al entorno social y al canibalismo de las relaciones entre las clases y los grupos de poder. En este sentido (tal vez por ser Triana un autor de la nueva dramaturgia cubana e inscribirse la pieza dentro de los primeros años de la revolución) en la obra del cubano este tipo de lectura es más directo, más transparente, mientras que en la pieza del autor mexicano queda como más oculto, aunque no inexistente, entre los mecanismos de relación tradicional de la familia y la pareja.
La puesta, de Eduardo Ruiz Saviñón, es ágil y maneja con habilidad ese juego de climas contrastantes, de momentos de sorpresa, de estallidos e involuciones que la obra propone. Hay, sin embargo, ciertos momentos en que la atención decae, aunque no queda claro, en una primera visión, si se trata de un problema del director o de fallas en la construcción de la obra misma, muy difícil de manejar en una espiral ascendente sin caer en vicios de circularidad recurrente, ya que eso es lo que les sucede a los personajes. Y debe sucederles. Pero a los personajes y no a la obra.
Evidentemente, para los actores, semejante propuesta es todo un desafío, un juego dentro del juego, una actuación dentro de la actuación, donde cada papel debe tener la sutileza del chantaje, el comentario de la burla y el convencimiento de la propia impotencia que se renueva en actos intrascendentes o trágicos que se suceden en forma vertiginosa.
Bárbara Guillén y Sergio Cataño soportan airosamente este vértigo en que los sumergen tanto el autor como el director, lo que no es poco decir de ellos; aunque en el caso de Bárbara Guillén aparecen elementos de mayor ventaja y más habilidad profesional para interpretar los vericuetos del personaje.
También es especialmente sugestiva la escenografía de Fernando Lleandi, que incorpora al espacio el barroquismo sádico que está en los climas y el texto. Los muñecos que representan los cadáveres semi momificados de los padres son en extremo efectivos y coinciden totalmente con el horror de esa relación enferma que halla el paroxismo de las acciones en medio de la muerte.
Juegos profanos se está dando en el Foro Sor Juana Inés de la Cruz, del Centro Cultural Universitario. Un espacio que se presta muy bien para este tipo de trabajos y que ya ha cobijado recientemente otros de igual calidad. Vale la pena acercarnos antes que finalice la temporada.
Nuestro pueblo
El sabor de lo cotidiano
Acaba de levantarse este fin de semana la obra Nuestro pueblo, de Thorton Wilder, en una puesta de Héctor Azar, que se estaba presentando en CADAC. A fuer de verdad no cabría esta nota porque se está hablando de algo que, o ya hemos visto o, al menos este año, ya no podremos ver. Sin embargo creo que en toda regla cabe excepción y esta puede ser una porque vale la pena. Así sea como auspicio para una reposición en el año venidero.
La pieza no es precisamente nueva, ya que se estrenó hace ya casi cincuenta años, a fines de la década de los treinta, y fue una de las que le sirvió al autor para ser reconocido no solamente dentro del ámbito norteamericano sino incluso internacional.
Se trata de un fresco de la cotidianidad ubicado en los fines y principios de siglo (se cierra poco antes de la Primera Guerra que cambiará todo el sistema de relaciones tanto en el pueblo como en el mundo), en una pequeña población semi rural de los Estados Unidos. Durante toda la obra no sucede nada relevante: no hay nadie especialmente talentoso, nadie especialmente sensible, nada especialmente trágico. No hay otro protagonista que el pueblo, y un narrador va desgajando todo el tiempo las acciones diarias de esos hombres y mujeres a los que llama y presenta en la intimidad de sus vidas anodinas, de sus almuerzos multiplicados al infinito, de sus nacimientos, casamientos y muertes que no dejan sello alguno para la Historia registrada, pero que se constituyen en el cimiento de esa historia, porque representan al hombre común de cualquier lado y de cualquier época, en una reinterpretación de aquella frase de "pinta a tu pueblo y pintarás al mundo".
Con una intención anti naturalista que es propia de Wilder y con una simpleza de recursos que también lo distingue, la obra se encarga de desdramatizar cualquier elemento de los que quisiéramos asirnos para empatizar con los personajes: estas sin simples representaciones, solo actores que salen a escena llamados por el director y destinados a señalarnos la trivialidad de miles de generaciones que repiten sus gestos, sus pequeñeces, sus míseras alegrías y sus insignificantes frustraciones, para transformarse rápidamente en ceniza.
Podríamos preguntarnos qué interés puede tener esto, pero la respuesta está al final del espectáculo, cuando uno de los muertos desea volver un momento a revivir cualquiera de los días de su vida, siendo partícipe y espectador simultáneo, y, al hacerlo, descubre —y nosotros con él— el infinito valor de lo cotidiano: el aroma de un pastel, el contacto breve de una mano, la sonrisa de un ser querido. La grandeza y significación que se nos esconde tras lo pequeño, raíz y equilibrio para llegar a lo grande. Entonces pregunta al director si eso que no vemos alguien es capaz de apreciarlo en el momento mismo de vivirlo: "Tal vez los poetas", dice éste, y la obra se cierra sobre sí, rescatando no ya sólo lo cotidiano sino la función última de la obra de arte. Y nos recuerda a aquel que es el máximo poeta norteamericano: Walt Whitman, con su canto a los pequeños gestos y a los seres de todos los días.
La puesta de Héctor Azar mantiene con solidez la propuesta de Wilder e incorpora en el ritmo de montaje la línea melódica del Réquiem de Faure, dando homogeneidad y clima al espectáculo. La escenografía, breve y casi sugerida, tiene todo el sabor del arte ingenuo, tan a tono con la ingenuidad puritana de los personajes, con todo lo bello y mísero que esto tiene.
Los actores, procedentes del laboratorio de actuación CADAC II, presentan algunos desniveles, pero es especialmente interesante el trabajo de Luis Gerardo Díaz, como director de escena, y correcto el de aquellos que llevan los principales personajes.
La lectura del espectáculo no se agota en estas primeras impresiones y, como toda obra de arte, permite múltiples lecturas, cada una desde una perspectiva distinta, aunque todas espigadas del generoso material que se nos propone. Realmente esperamos reencontrarla en la temporada venidera.