Siempre!
| 4 de enero de 1961
Columna Teatro
La lección de Eugenio Ionesco, dirige Alexandro Jodorowsky
Rafael Solana
Hay una especie de pequeña invasión de elementos chilenos en nuestro teatro. Hace años vinieron algunos artistas, y algún director; se nos quedaron aquí Emperatriz Carvajal y Eduardo Alcaraz, y por algún tiempo la guapa Sara Guasch, que en 1927 había salido vestida de langostino en una revista del maestro Juan S. Garrido, en Santiago; el director Miguel Frank, en cambio, no hizo huesos viejos; pero ahora ha venido un nueva ola; los jóvenes Sieveking y Vidiella, y su compañera Miriam, que hicieron tan buena impresión, y luego los del teatro alemán, que gustaron mucho; y también parece ser que viene de Chile; sólo que con larga escala en París, este greñudo Alexandro, que llegó con Marcel Marceau, como uno de los maquiestistas que anunciaban los números, y que con eso tuvo para hacerse nombrar aquí profesor; apenas pasados unos meses, ha mostrado los adelantos de sus alumnos, y tenemos que confesar que ellos han sido sorprendentes; ahora ya Alexandro disfruta de cierto crédito, cuando se anuncia que dirige algo de teatro moderno.
La noche del estreno de La lección, de Ionesco, en La Esfera,(1) había ambiente; largas colas frente a las taquillas, y no toda aquella gente era invitada. Animación, personas importantes, críticos, artistas, maestros. La función comenzó con 45 minutos de retraso, algunos de ellos fueron llenados con música, y otros, para mayor modernidad, con ruidos, con chillidos de cacatúas, borborigmos, escapes de agua, rechinidos y otros sonidos igualmente novedosos y alejados de los por lo visto ya decaídos, en desuso, de pianos, violines, etcétera, que agradaban a nuestros abuelos.
La función pudo comenzar al fin, cuando ya algunos desesperaban de que llegara a suceder tal cosa. Se corrió el telón sobre un decorado muy extraño y novedoso. En vez de muebles, fotografías de ellos pegadas a la pared; obra, esas fotos, de Manuel Álvarez Bravo. Y comenzó la representación de ¿Crimen, suicidio?, que es el nombre que el traductor Eugenio Villanueva encontró para la breve farsa de Tardieu que también pudo llamarse Había una muchedumbre en la mansión.
La farsa consiste en una sucesión de monólogos, a cargo, alternamente, de Héctor Ortega y Chabela Durán, que van encarnando varios personajes. ¿Algo completamente nuevo? No para nosotros, por lo menos, que ya vimos una pieza igualmente disparatada, y más fresca, y más ingeniosa, y que no tenía solamente monólogos, sino diálogos, la de Schaat y Koelig Máscaras y más baratas que se puso primero en el Seguro Social y luego en el teatro Jardín. Ignoramos si estos grafos ya conocían a Tardieu antes de poner su obra; pero, si no se adelantaron a ese autor francés el escribir, al menos sí se adelantaron al director Alexandro en presentar ese género en México. Y Máscaras y más baratas nos pareció más cómica, más espontánea y mejor resuelta que ¿Crimen, suicidio?; pero Shaat y Koelig están por ahí muy olvidados, probablemente desde que se descubrió que no eran unos alemanes muy importantes, o siquiera unos austriacos, sino solamente unos mexicanitos, morenitos, empleados de una tintorería.<
En la piececilla de Tardieu, que no se pierde de vista por su ingenio, tienen una actuación destacada los dos intérpretes; Héctor Ortega consigue incorporar tres personalidades, todas ellas dentro de lo cómico; Chabela Durán, que hasta donde nuestras noticias nos permiten opinar, debuta en el teatro, aprovecha sus conocimientos del canto para matizar muy graciosamente uno de sus personajes, a cuyos recitativos puso música José Antonio Alcaraz, y luce un par de chistosos trajes debidos a la inspiración de Lilia Carrillo. No es todavía una actriz consumada; pero hace mucha gracia en algunas de sus intervenciones; contribuyeron mucho los dos artistas, y algunos efectos cómicos disparatados, buscados con ayuda de fotografías, a mantener al público, si no francamente hilarante, al menos de buen humor durante la media hora que duró la representación, al fin de la cual los artistas fueron calurosamente ovacionados.
Pero después vino el número fuerte del programa; la obra de Ionesco.
Todavía en esta obra no sabe Ionesco lo que quiere, ni a dónde va. Inconforme con fórmulas teatrales que seguramente juzga ineficaces o pasadas de moda, trata de encontrar algo nuevo; pero todavía no sabe qué; está en el período de la destrucción del edificio existente anteriormente, antes de ponerse a levantar uno nuevo, que quizá no vaya a ser él mismo quien levante. "No solamente la integración es importante, sino también la desintegración", dice uno de sus personajes, en una frase que consideramos como la clave de la obra. Se trata no de hacer, sino de deshacer; no de hallar un camino; sino de cerrar el viejo; para obligar a las fuerzas contenidas a buscarse otro.
La obra, en un acto, cuya duración es de hora y media, resulta fatigosa, irritante, enervante, ¿Fue eso lo que se propuso el autor que fuera? Muy posiblemente. No es comedia, ni es drama, sino tiene de todo; hace reír, utilizando un sistema que difiere de los usados por los autores cómicos conocidos; pero también provoca desesperación, angustia, molestia, desagrado, como los que podrían provocar melodramas o tragedias antiguos. La gente va al teatro a reír, a pensar, o a sufrir; esta obra hace sufrir, pensar y reír; para buscar la risa, medios mecánicos, tics, gestos desbordados, repeticiones, sorpresas, disparates; para hacer pensar, proposiciones audaces, paradojas muy inteligentes, ingeniosos sofismas; y para hacer sufrir, en primer lugar, una reiteración incómoda, una repetición angustiosa de frases (hay un "me duele la muela" que es un ritornello como "a las cinco de la tarde", en un poema famoso) y luego una opresión como pesadilla. Una alma sensible, que haya llorado con La cabaña del tío Tom, o pasado miedo con Luz que agoniza, tendría que sudar frío en esta obra... si la toma en serio, si se entrega a ella de buena fe y no adopta una actitud de desconfianza crítica, por su modernismo y su disparamiento. Si esto fue lo que intentó hacer Ionesco... lo ha conseguido. Se pasa verdaderamente un mal rato con su drama cómico. Y hay gente que a eso es a lo que va al teatro (o al cine, donde tienen tan grande éxito las películas de asustarse, y las de llorar).
Lo que es verdaderamente notable, admirable, en La lección, de Ionesco, que puede verse en el teatro de La Esfera, es la interpretación. Cierto que Felguérez preparó una escenografía muy acertada (y que en la noche del estreno fue aplaudida) y cierto también que la de Alexandro ha sido una dirección primorosa, esmeradísima, llevada al detalle con el mayor rigor (estas cosas muy modernas son endiabladamente más difíciles de dirigir que las cosas naturales o realistas); pero no habría podido tener la pieza el éxito artístico que tiene (del de taquilla no queremos adelantar nada, pero nos tememos lo peor) si no hubieran estado en el reparto esa sorprendente actriz, revelación sensacional, que es Beatriz Sheridan, y ese maestro, cada día más admirable y asombroso, en que ha venido a convertirse Carlos Ancira, que si fue siempre, en el género tradicional, un buen actor (y, por cierto, también un autor de mérito), ahora se ha agigantado, en este estilo que presenta dificultades supremas, hasta de orden físico. Incorporar personajes tan de la fantasía como los de Ionesco, memorizar larguísimos parlamentos inusitadamente complicados, difíciles, en que las asociaciones son remotas, pasar por toda la gama de matices que tienen el profesor de esta obra (mucho más rico en ellos que el personaje de Las sillas, o que cualquier otro que hayamos conocido de este autor), todo esto requiere un virtuosismo de actor del que toda la gente supo darse cuenta. El trabajo de Ancira ha sido heroico. Logró manejar su voz, hacer los movimientos, entrar en la obra, memorizar sin tropiezo, y, lo que es más digno de alabanza, mantener al público fijo, hipnotizado, pendiente de su actuación, proyectando la comicidad, el ridículo, la miseria o la terribilidad de su personaje, espantable aborto de la imaginación de Ionesco, a ratos capricho de Goya, a ratos tentación de Bosco, o loco de Poe, o enfermo de Dostoievski, o pesadilla de Kafka, o criminal de Genet... un paquete, un verdadero problema insoluble, para quien no tuviera el talento, la cultura, la penetrante y amplia inteligencia, y al lado de todo esto las facultades físicas (actuar esta obra es más pesado que descargar a lomo un barco platanero) de Carlos Ancira, a quien creemos que esta interpretación (a la que sirven de pedestal otras magníficas en este mismo año) propone para el premio que los críticos otorgan cada año al actor que más se haya distinguido.
La actuación eminente de Carlos Ancira no basta para borrar la que a su lado tiene la debutante (hasta donde nuestra información alcanza) Beatriz Sheridan, que si bien no llega a alcanzar la maestría de Ancira (ni su papel es igualmente importante, aunque esté más tiempo en escena), da una grata sorpresa a los aficionados, al revelarse como una actriz muy expresiva, muy estudiosa, a la que no vencieron las dificultades de un papel complicado y de los más variados matices. Por su rostro elocuente, por su voz bien articulada, por su capacidad de proyectar, nos parece que esta actriz que debuta nos hace una promesa, que esperamos ver cumplida pronto. Si llega a ser alguien en nuestras tablas la señorita Sheridan, no deberá nunca olvidar que fue una dirección de Alexandro la que le permitió manifestarse.
Completa el breve reparto de La lección Salvador Zea, en un papel de marioneta, muy mecanizado, en sus movimientos y hasta en su dicción, y coronado por una película roja, tan desagradable a la vista como suelen serlo esos aditamentos cuando son de ese color. Creemos que no tiene Zea ocasión de lucirse en este episódico personaje, tal vez porque le imprimió el director una frialdad excesiva, siempre en máquina, siempre metálico, Zea desdeñó los matices que habría podido dar a su María, en la penúltima escena de la obra. Hasta qué punto lo hizo por incapacidad personal de emoción, o hasta dónde se limitó a cumplir órdenes directoriales, es cosa que no nos atrevemos a discernir.
Merece especial mención el comportamiento del público en esta comedia. Todo el de la noche de estreno, invitados o espectadores de paga, escuchó con la mayor atención, sin desmayo, esta pieza, que exige un gran esfuerzo del auditorio, para seguirla en sus alambicadas lucubraciones mentales, y hasta para soportarla en sus rudas escenas de sevicia; nadie se movió, nadie cabeceó; y en la mismísima París, capital del mundo, hemos visto a la mitad del público salirse de una sala, golpeando la butaca, en ocasión de alguna obra de Eugenio Ionesco, según ya informamos a ustedes oportunamente.
Notas
1. El 20 de diciembre. Angélica García. Alexandro Jodorowski y el teatro pánico en México, México, CITRU, INBA.