Siempre!
| 11 de mayo de 1960
Columna Teatro
Los cuervos están de luto de Hugo Argüelles, dirige Virgilio Mariel
Rafael Solana
Los señores historiadores del teatro mexicano, don Armando, don Antonio, tienen ya otra noche memorable que anotar en sus anales; ha habido otro estreno sensacional,(1) como el de Cada quien su vida o como el de Hoy invita la güera; hemos tenido una representación triunfal, que era al mismo tiempo el estreno de una obra, y la presentación ante el público de México de un autor novel. Todo salió a pedir de boca. El éxito fue de los grandes. Las ovaciones, estrepitosas; las aclamaciones a las actrices, frenéticas; el aplauso al joven escritor, franco, sin reservas, caluroso.
Carmen Montejo, esa excelente actriz cubana tan aclimatada entre nosotros, donde es tan admirada como querida (y que es autora también, y no mala), es ahora empresaria, y después de poner una obra de nueva autora mexicana con la que le fue bien de dinero, pero muy mal de crítica, ha tenido el valor, esta vez asociada con los hermanos Arau, de lanzarse a estrenar otra obra nacional y a estrenar otro autor; este gesto es particularmente admirable si se tiene en cuenta que hay muchos actores empresarios, en su mayor parte españoles, pero también alguno mexicano, que a lo coterráneo le ponen las cruces, y que de probar nuevo autor huyen más que de sus enemigos mortales.
Pero creemos que Carmen Montejo y los Arau serán premiados en la taquilla como ya lo fueron por el aplauso del público, y que no se arrepentirán de este generoso esfuerzo, que dota a México de un nuevo autor muy brillante, y al teatro hablado en español de una obra formidable, destinada, creemos a perdurar y a servir de ejemplo.
La obra es Los cuervos están de luto que antes se llamó Los zopilotes; y más antes Los nopos, y tiempo atrás, según nos informan los peritos, Velorio en turno; es, podemos decirlo con alegría, una obra maestra del género cómico mexicano. Hugo Argüelles Cano, su autor, sabe lo que tiene entre manos. No desdeña utilizar alguna idea ajena, si al caso viene (y se apoya en ejemplos tan ilustres como el de Shakespeare o el de Corneille); pero no se limita a copiarla, sino la asimila y la revierte, la devuelve al torrente literario convertida en otra cosa; no faltó quién notara algún parecido entre el clima y los personajes de esta obra y el primer acto de Debiera haber obispas, y el autor mismo reconoce en el carácter de uno de sus personajes (Don Lacho, que no aparece, pero que tiene mucha importancia) y en un hábil recurso escénico del tercer acto no ya la influencia, sino francamente la paternidad de un cuentista mexicano. Pero esto no tiene importancia; no se tata de batir el record de la originalidad ciento por ciento pura (que no existe), sino de ofrecer una comedia; y la de Hugo Argüelles es excelente. Si la presentara como tesis profesional en el curso de alguna profesora, sería aprobado por aclamación y con mención honorífica; pero, sabemos, ya no es alumno, sino maestro. ¡Y bien que justifica ese puesto, con esta obra intachable!
Para quienes sepan distinguir de comedias, haremos notar lo estupendamente construida que está; todo pasa en un escenario y la acción es corrida, sin interrupción, lo que da una unidad de tiempo rigurosa, como lo es la de acción, que no tiene una resquebrajadura; el caso anecdótico imaginado por el autor, además de ser original y curioso, está sostenido brillantemente, de tal manera que el interés no sólo se sostiene, sino va siempre en aumento, y no se permite al espectador ni siquiera parpadear, pues se le acosa con constantes y felices sorpresas. La orquestación (es una manera de hablar, por comparación) es rica y afortunadísima; la obra comienza, como el Bolero de Ravel, con un personaje, dos, luego una familia, luego un vecindario, y finalmente un pueblo, es decir un tutti orquestal de los más variados matices y del colorido más contrastado; y esto del colorido y de los contrastes no va sólo por la pluralidad y la variedad de los personajes, que ya sería mucho, sino también por los tonos y los sentidos de la pieza, que ni es monótonamente cómica, ni solamente sarcástica, ni nada más melodramática (aunque tiene su pellizquito de eso, como aquellos pasteles que además de azúcar llevan una pulgarada de sal, y así saben mejor); Hugo Argüelles ha “sinfonizado” como muy pocos de mucho mayor oficio que él habrían podido hacer para que oigamos en sus personajes tristes violines, violas llorosas, metales jocundos, oboes chocarreros, flautas traviesas, irónicas fanfarrias, tamborazos de risa y platillazos de burla; despliega ante nuestros ojos exquisita gama de cartas, unas crueles, y aún sangrientas, otras sentimentales, muchas jocosas, sin que deje de oírse esa lección moral, esa amonestación entre sonrisas que debe escucharse en toda verdadera comedia que aspire a ser algo más que un mero chascarrillo escénico y pretenda tener una vigencia ética, o por la observación de las costumbres o por la denuncia de los caracteres y de los vicios; todo esto (y ya estamos en un terreno mucho más profundo y de mucho mayor alcance que el sólo estar muy bien hecha, muy bien construida y muy bien escrita la comedia) tiene la pieza de Hugo, que deberemos comparar, por su fuerza, por su brillantez y por su hondura, con lo más acertado y con lo más valioso que tenga el teatro cómico contemporáneo.
Obra tan admirable y magnífica, que viene a poner a Hugo Argüelles, de golpe y porrazo, en la primera fila de los comediógrafos en castellano, al lado de los tres o cuatro mejores de México y en el mismo plano que los dos o tres mejores de España o de la América española, encontró en Virgilio Mariel un director inteligente y eficaz; para Mariel éste ha sido con mucho el triunfo de su vida, porque supo mover la escena, aun cuando juegan en ella, por momentos, muchos personajes, y supo caracterizar perfectamente a cada uno de ellos, y supo mantener dentro de límites de buen gusto la comicidad, a veces hilarante, de algunos, y aunque subrayó algunas caricaturas, lo hizo sin perder el tino, sin caer en ningún absurdo ni en ningún circo, pero más que nada se debe halagar a Mariel, el que en esta obra triunfen las actrices (¿se han fijado ustedes que van ya con ésta muchas obras en que están mucho mejor las mujeres que los hombres?) y todos los actores estén en su sitio. Siempre que todos los intérpretes lo hacen muy bien, hay que llamar al director, porque a él se deberá, de seguro, una gran parte de ello.
Y vamos ya con esas actrices, que tememos se nos vaya el espacio y hay mucho que decir de ellas, y todo bueno.
Tenemos que empezar por la estrella de la compañía, la cabeza del reparto, y en este caso hasta la empresaria, por Carmen Montejo. Además del aplauso que merece por su entusiasmo por llevar a escena, y tan bien montada, la obra de un joven autor mexicano (riesgo que no exageramos en llamar heroico, por lo poco frecuente), debemos elogiarla por su actuación en el papel de Mariana, en el que está chispeante, llena de inteligencia y de gracia, y... por haber tomado ese papel, dejando el otro, el de Piedad, que es más importante, a otra actriz; ella pudo tomar el papel central; nada se lo impedía, y además habría estado muy bien en él; pero pensó, con una gran honestidad artística, que le venía mejor el otro, y no temió dejarse comer el mandado por una rival, no tuvo envidia de los aplausos que esa otra iba a conquistar, ni se afligió por la posibilidad de que alguien le hiciera sombra; brindó el papel central, el de más peso a Alicia Montoya, y ella se limitó a estar perfecta en el segundo. Con un compañerismo que se sentía sincero, y que mucho la enaltece (tampoco de eso hay mucho en el ambiente), Carmen Montejo empujó hacia adelante a la Montoya, en uno de los telones de la noche del estreno, para que recibiera sola la ovación trepidante, en la que se venía abajo el teatro y ella, la dueña de la casa, la empresaria y, además, la gran actriz, se quedó modestamente atrás, en el conjunto, como una de las figuras que hacían marco al triunfo de Alicia.
(Estamos exagerando un poco, para contrastar; en realidad... nada de marco: la Montejo también está inmensa, y el duelo es parejo; es un mano a mano de actrices, en que gana una pero la otra no pierde, sino se cubre también de honor y de gloria).
Y... bueno, ya, sin empezar a hablar de ella, llevamos mucho dicho acerca de Alicia Montoya. El que alcanza con esta obra es el éxito más grande de su carrera. Borra al que tuvo en la madre de Bodas de sangre (papel que en otro teatro hacía la Xirgu ¡nada menos! cuando Alicia lo hizo, y en el que salió airosísima); sin embargo, de haber estado en aquella obra de García Lorca, soberbia, en la de Argüelles está mejor, la recordaremos más como Piedad; y tenemos que tener en cuenta que este papel es mucho más difícil que el de Bodas de sangre; es complejo, es peligroso, es antipático... va por instantes de lo cómico a lo dramático, y para que lo cómico tenga toda su fuerza, tiene que estar hecho en serio; un equilibrio dificilísimo, que si es admirable en el autor que lo escribió, no lo ha sido menos en la actriz que lo ha vivido; feliz autor Hugo Argüelles, que encontró en Alicia una intérprete inteligente y perfecta para un personaje muy riesgoso, que algunas actrices no van a entender y con el que no van a atinar, aunque, estamos seguros, en él van a irse probando muchas, pues esta obra va a convertirse en una de repertorio, en la que muchas estrellas del arte escénico habrán de medirse (la propia María Tereza, madre de Alicia, y la Manzano, y Anita Blanch, y la chata Corona, que debería llorar lágrimas de sangre por haber dejado ir este papelazo, que estuvo en sus manos).
Alicia Montoya ha sido siempre una buena actriz; pero había estado hasta ahora en la segunda línea; o le pesaba el apellido, o, lo que puede ser, no había tenido la fortuna de encontrarse con un papel de estos vuelos; pero desde ahora es una actriz de primera fila, una primera actriz (como Pilar Souza desde su Ana Romana, por ejemplo), y ya la estamos proponiendo como candidato al premio a la mejor actriz del año. Falta mucho, veremos a muchas, todavía (y ya vimos a algunas; a Rita Macedo, por ejemplo, estuvo formidable en la obra de Williams); pero... por el momento nos parece que nadie habrá de superar a Alicia Montoya por su Piedad de Los cuervos están de luto.
Triunfo tan grande, seguido muy de cerca por el de la Montejo, proyecta sombra sobre el escenario, y casi no deja ver a nadie más; pero... es imposible olvidar a Héctor Gómez, tan emotivo y sincero en un papel muy distinto de los demás de la obra; hay que aplaudir a Fernando Fernández que, sin experiencia, supo sacar adelante el papel (tan bien trazado por el autor) de Gelasio, y a Eric del Castillo, que en el Mateo está como nunca en su vida; y a Lupe Carriles, perfecta, soberbia, en su papel breve, y a Lupe Goyeneche, formidable en su caricatura; y a Armando Velasco, cuyo sacerdote ha merecido unánimes elogios; y a Tirso Camacho, que debuta con buen pie en el papel de Odilón; y a... ¡son tantos! ¡Y todos están tan bien!
La producción es impecable. Toño López Mancera ha creado el ambiente que José Cava imaginó para esta obra; las luces, la utilería, todo atinado. Una gran obra, una gran dirección. Una gran noche para el teatro mexicano.
Repetimos: sólo en contadas ocasiones hemos visto a alguien triunfar tan fuerte, y en su presentación, a nadie. Hugo Argüelles ha entrado con el pie derecho, y, como dicen los toreros, viene a quitar muchos moños.
Notas
1. Tuvo lugar el 22 de abril en el teatro Jorge Negrete. Cirrículum del autor. A: Vertical, CITRU-INBA.