Siempre!
| 16 de marzo de 1960
Columna Teatro
Lo que callan las mujeres de Marissa Garrido, dirige Fernando Wagner
Rafael Solana
Carmen Montejo escogió la obra de su reaparición ante el público mexicano con un sentido comercial. No es una bella pieza literaria: tampoco está firmada por un nombre ilustre que la gente siga; es la obra primera de una autora desconocida; pero la empresaria probablemente creyó encontrar en ella cualidades capaces de arrastrar a las masas.
Pero el público del teatro no es tan grande como el de la televisión, no se necesita pensar en cosas tan sencillas; para el de la televisión, sí; ese es de millones de personas, las almas más inocentes del mundo (niños, ancianas, fámulas); el que va al teatro es un público más reducido, y un poquito más malicioso.
Al que se congregó en el Jorge Negrete la noche del estreno de Lo que callan las mujeres, la pieza le pareció, a ratos, demasiado simple, y aun candorosa; cierto que el de esa noche era un público exageradamente crítico, formado con periodistas o con cómicos; un grupo de personas ya muy fogueadas y de mucho colmillo; adivinaban lo que iba a suceder y hasta se pitorreaban, en ocasiones, de ciertas cosas, como del número de petacas en escena, o del primitivismo del asainetado papel de la criada, o de la obviedad del de la vampiresa; es muy posible que personas mucho más sencillas sufrieran o gozaran con el dramatismo o la comicidad de la obra, que se identificaran con sus personajes, simpatizaran con algunos, odiaran a otros; pero ese público inocentón... ¿va al teatro? Nos tememos mucho que no; ése se queda en su casa frente a la pantalla chica, acongojándose con la telenovela o riendo las gracejadas de Viruta y Capulina, que menos graciosas no cabe imaginarlas.
De manera que... no sabemos si tendrá éxito de taquilla o no Carmen Montejo con esta obra tan parecida a las que por cortesía de algún detergente ven gratis las señoras amas de casa mientras planchan. Pero desde luego el éxito artístico, ese ha sido más bien pobre, aunque la autora, doña Marissa Garrido haya sido cortésmente aplaudida la noche inaugural, como la merecía su esfuerzo; aseguramos a esta escritora un éxito muy grande en la televisión, en la radio, en los supergráficos, o grafolibros, o como se llamen esos tomos en que en vez de palabras se ponen dibujos; pero en el teatro... pues eso depende de la calidad de ese público fácil, para el que ella escribe, que vaya al teatro; tal vez en provincias... aquí, no va mucho.
Lo que callan las mujeres es una comedia típicamente femenina, en que la sufrida heroína es una casada (esposa que no sufre no vive a gusto) y en que los del sexo fuerte son villanos que la engañan, persiguen o traicionan. La dulcísima (empalagosa) sufridísima, inteligente, hábil, abnegada esposa es victimada por un cazurro, falaz, cruel, hipócrita, infame marido, y asediada por un engañoso, taimado, pérfido, astuto galanteador; pero para que se vea que la autora no es parcial en favor de su sexo y en contra del otro (¿qué le habrán hecho, que así ve a los hombres?), también carga la mano en materia de perfidia y de falacia sobre una casquivana, además lujuriosa, mendaz, y traicionera, loca de su cuerpo y ayuna de principios morales; el símbolo de la perdición de esta coqueta es una bata roja tan sicalíptica, sugestiva y afrodisiaca, que consigue hacer reír a los espectadores, en vez de entusiasmarlos; la ropa de la legítima esposa, por el contrario, es poco menos que monástica.
Un recurso que ha sido censurado a la autora es el de dar a sus personajes dobles personalidades para jugar con ellas a su conveniencia; por ejemplo, una es hermana a ratos, y cuando no conviene ya no es hermana; el muchachillo es hijo, pero más bien no es hijo, de tal manera que uno no sabe a qué atenerse y las cosas no tiene ni mucha legitimidad ni mucha solidez; hay dos madres que no son madres; un padre que no es padre, dos hermanas que no son hermanas, un hijo que no es hijo de ninguno de sus dos padres y otra hija que solamente no es hija de su madre, dos cuñados que en realidad no lo son entre sí, y, por supuesto, una abuela que no es abuela, un nieto que no es nieto, un sobrino que no es sobrino y una tía que no es tía. Se llega a desear que doña Marissa hubiera planteado con su conflicto dentro de una familia menos churrigueresca.
La dirección de Fernando Wagner (que también es director televisionario) fue tan obvia como lo pedía la pieza; muy subrayadas las cosas, como para que nadie pudiera dejar de entenderlas; una dirección tan primaria e inocente como la obra misma.
En cuanto a las actuaciones, hemos de decir que Carmen Montejo, estrella y empresaria, se dejó comer el mandado por doña Prudencia Grifell, que fue quien se hizo dueña de la situación, desde el primer momento; con su enorme experiencia, y su incomparable ángel, con esa simpatía personal refinada por tres cuartos de siglo de fogueo (ya será un poquito menos) doña Prudencia sacó enorme partido de su personaje que es, por cierto, el único simpático y amable de la comedia (la criada es más bien pesada, y la esposa es un almíbar que da dentera). Sobre todo, doña Prudencia es la única que trabaja pensando en que tiene delante un público de teatro; todos los demás se sienten ante las cámaras de televisión y sus espectadores, tan diferentes; uno de los críticos más inteligentes, Estivil, censuró esto en la señora Grifell y lo elogió en otros; pero, hacer teatro en el teatro y televisión en la televisión, ¿no es lo correcto? Nosotros elogiamos a doña Prudencia y tomamos nota de que para ella fueron las risas espontáneas y los más sinceros aplausos.
Los demás... se acomodaron al melodrama de la señora Garrido, unos mejor que otros; con veteranía, maestría, seguridad, Carmen Montejo, que es muy experta en estas labores; con cierta timidez, con frialdad y desgano Ramón Gay, en quien se adivinaba la nostalgia de alguna otra obra mejor; con su habitual ternura, a ratos lloriqueante, el emotivo Héctor Gómez, ídolo de las tobilleras; sin suerte Rosa Elena Durgel, a la que no todos sus vestidos favorecen, y que subrayó hasta por demás un papel de vampiresa que ya de por sí era muy obvio; Lupelena Goyeneche, ex niña gorda, como si fuera discípula de Aurorita Campuzano; y el otro personaje del reparto, un señor cuyo nombre no pudimos retener, como pudo, que no es mucho decir. En fin, un reparto bastante heterogéneo, y una interpretación desigual; cada quien en su sitio, la Grifell, la Montejo, en el suyo, de estrellas; Gay, muy cerca de allí, y no lejos Gómez; los demás, cada uno en el que le corresponde.
Ignoramos, en el momento de redactar esta nota, si Carmen Montejo ha tenido con Lo que callan las mujeres, el éxito de taquilla en cuya búsqueda iba.